El mundo que habitamos está marcado por la violencia de diversos tipos e intensidades. Esta violencia ha invadido todos los sectores, todos los espacios y todos los contextos: personales, familiares, sociales, eclesiales, geográficos, institucionales, sectoriales, organizacionales, educativos, políticos, públicos y privados. Como podemos notar, no se salva ningún resquicio de los múltiples tipos de violencia que nos afectan. Son formas de violencia que traumatizan y atentan de manera permanente contra la integridad de las personas; llegan al extremo de quebrar la salud de grupos y comunidades; crean entornos inseguros e inestables en los ritmos, relaciones, trabajos, prácticas culturales y en las formas habituales de actuar y de vivir en ambientes cotidianos.
La violencia que afecta al mundo y a la sociedad no es casual. Tiene raíces económicas, políticas y antivalóricas. Las raíces económicas son violentas por la desigualdad y la exclusión que caracterizan a la sociedad. Esta desigualdad creciente genera y sostiene una espiral de violencia que ya se ha vuelto incontrolable. Las raíces políticas crean e instauran un poder ambiguo, favorecedor de sectores privilegiados y remisos a respetar, potenciar y salvaguardar los intereses y las necesidades de las mayorías empobrecidas.
Las raíces antivalóricas producen una distorsión en los valores auténticos de un ser humano en proceso de humanización y de una sociedad que cuida y fortalece el desarrollo de sus ciudadanos. En esta dirección, se llega a un nivel de relativización en el que los valores justicia, libertad, fraternidad, trabajo, comportamiento ético, responsabilidad, amistad y transparencia no cuentan para nada. Estos valores pasan a ser cosas de tiempos viejos; cosas que se distancian de la modernidad, del mundo de las nubes, del ciberespacio. Entonces, la violencia encuentra un nicho especial para reproducirse, para instalarse; y para vertebrar todo y a todos.
Estas situaciones de violencia se agravan y provocan estupor, cuando van tomando el estilo de una práctica cultural dominante en los centros educativos de nuestro país. Nos faltan investigaciones nacionales que avalen esta aseveración; pero contamos con el aval empírico de lo que nos dicen las madres, los padres, los estudiantes, los vecinos, los amigos, los medios de comunicación, las redes sociales, los pronunciamientos de funcionarios del sector educación; y, especialmente, de los que han sufrido o están sufriendo la violencia en los centros escolares. Los centros educativos del país se están convirtiendo en contextos violentos que aparentan paz y seguridad. La armonía externa que reflejan está plagada de actos violentos que necesitan atención, acompañamiento y políticas educativas que devuelvan la seguridad y la armonía que los centros escolares necesitan.
Es necesario que se les ponga atención a factores que alteran el respeto a los estudiantes, a los profesores, a los equipos directivos, al personal administrativo y a las familias de los estudiantes. En ningún centro educativo se puede alimentar ni sostener la existencia de profesores que todavía hieren verbalmente la dignidad de estudiantes y compañeros de labores; la persistencia de directivos que corroen los sentimientos de estudiantes y compañeros de trabajo ni de estudiantes que irrespetan abiertamente a sus profesores y a sus pares.
Tampoco es aceptable que continúe imparable la animosidad entre los estudiantes; el acoso incesante por cuestiones vinculadas a marcas, a estatus social, a condición económica, a condición de género, a tipo de familias, a formas de vestir, a condición física, a situaciones de aprendizaje, a procedencia geográfica, a condición lingüística, a poder político, a poder social o a poder religioso. Estos tres poderes están haciendo estragos en los centros educativos por el impacto de estos en la sociedad en que vivimos.
La violencia en los centros educativos avanza y se expresa en el abuso sexual, en el acoso sexual, en el silencio cómplice, en la corrupción escolar; y en la ineficiencia de los equipos responsables de la gestión, orientación y educación escolar. Es una violencia extrema que resulta preocupante y que no tiene espera, no resiste demora, no acepta componendas para quedar bien. Llegó el momento de desenmascarar a los pseudo educadores, a los comerciantes de la educación, a los corruptos que no deben pasar ni por el alero de un centro educativo. Llegó el momento de expulsar de los centros educativos a los enfermos sexuales, a los enfermos sociales, a los enfermos institucionales, para sanear los contextos educativos y devolverles la seguridad y la estabilidad que necesitan.
La situación que analizamos requiere de políticas educativas claras y explícitas que garanticen la selección, la formación y la inserción de maestros cuya salud mental, física y sexual se inscriba dentro de los parámetros llamados normales. Soy de los que piensan que muchos de los problemas de violencia en los centros escolares se están dando por el clientelismo político que hay en ellas.
Este clientelismo ha creado la política de puertas abiertas para que entren docentes sin la formación adecuada. En la entrada de personal docente con formación deficiente es que descansa gran parte del problema. Necesitamos eliminar el clientelismo político y más rigor en la organización; en la realización y en las decisiones finales de los concursos para acceder a la condición de maestro. Necesitamos más rigor en la Habilitación docente. Necesitamos más rigor en la selección de los equipos directivos, de los orientadores y psicólogos escolares. Pero también necesitamos más apoyo, más acompañamiento para estos equipos para que puedan hacer un trabajo serio, de calidad y con la mayor transparencia. La violencia nos pone de cara a la ética. ¿Qué ética es la que impera en los centros educativos de nuestro país?