Todavía hay gente que vive añorando aquellos años en que los gobiernos construían muchas viviendas y planteando que se vuelva a la tradición de construir proyectos habitacionales con dinero público. De hecho, algunas exposiciones de colegas economistas he escuchado sobre eso, e incluso, en un reporte publicado por este medio la semana pasada (http://acento.com.do/2016/actualidad/8324869-oxfam-flacso-rd-y-foro-ciudadano-critican-baja-inversion-en-fomento-de-la-vivienda/) me sorprendió leer que algunas organizaciones de la sociedad civil parecen estar postulando por ello, como forma de combatir el déficit habitacional, que estiman en más de dos millones de unidades.
Aunque puedo entender las motivaciones de las personas y organizaciones que lo plantean, siempre he estado opuesto a que el Gobierno construya viviendas. Y aunque no pretendo estar siempre investido de la razón, voy a exponer tres motivos de mi discrepancia.
Primero, porque los recursos públicos deben usarse estrictamente para satisfacer necesidades públicas, y mucho más cuando son tan escasos como en la República Dominicana, mientras la vivienda es un bien privado, componente fundamental del patrimonio de una familia. A muchos expertos y organismos extranjeros les sorprende ver cómo a los políticos dominicanos les encanta usar los recursos públicos para producir bienes privados.
Segundo, porque es tomar el dinero de la mayoría para beneficiar a una minoría. Si hacen falta dos millones de viviendas, por más dinero que el Gobierno invirtiera en ello, apenas satisfará una porción ínfima. Supongamos que se hubiera tomado para viviendas todo el dinero que el año pasado se destinó al servicio de policía (RD$8,200 millones), o un monto similar extraído sacrificando otros servicios, apenas habría satisfecho la necesidad a unos 5,400 hogares, si suponemos un costo unitario de millón y medio por vivienda. Eso representa apenas el 0.27 por ciento del déficit y a ese ritmo se tomarían 370 años resolverles el problema a todos. Desproteger 10 millones de habitantes para beneficiar cinco mil familias, por más pobres que fueran, sería el colmo de la política excluyente.
Tercero, porque la historia de construcción de viviendas por parte del Estado da corrupción por todos los lados que se mire: desde la compra de los terrenos, la escogencia de los contratistas, el régimen de pagos hasta la distribución de las unidades. De ahí que solo los gobiernos corruptos construyen viviendas, y mientras más corruptos son más viviendas construyen.
Decía en mi libro Reforma social: una agenda para combatir la pobreza, publicado junto a Magdalena Rathe (1993, Ediciones de la Fundación Siglo 21) que una vivienda del Estado es un subsidio demasiado elevado para dárselo a una sola familia, conociendo la estructura social e institucional dominicana, un regalo demasiado apetecible para creer que nuestros políticos y burócratas se lo van a dejar a los más pobres. Recordemos las reminiscencias de aquella política, los últimos proyectos habitacionales construidos por el pasado gobierno, que sirvieron para hacer ricos de la noche a la mañana a una serie de funcionarios, dirigentes, legisladores y jueces de altas cortes
Eso no niega que algunos apartamentos o casas les lleguen a los pobres, pero entonces se convierte en un mecanismo de clientelismo político, tan censurable y corrupto como la apropiación misma.
Todo gobierno sí debe tener una política de viviendas; pero esa política de ningún modo debe consistir en que el Estado las construya. Para ello se diseñan programas específicos: Para los más pobres, ayudarlos a que mejoren sus unidades con materiales más apropiados, y formalización de títulos de propiedad, de modo que les permita y les estimule ir invirtiendo en su ampliación y rehabilitación. Eso, con tropiezos, se ha venido haciendo. Creo que ningún dominicano desconoce cómo un hogar pobre construye su vivienda, que suele ser un proceso lento y gradual, hasta dotarse con el tiempo, muchas veces de casas de buena calidad.
Para la clase media baja, lo recomendable es establecer alianzas con el sector privado, en que el Estado aporta una parte, como los proyectos de lotes con servicios, o programas tipo la Ciudad Juan Bosch, en que el Estado pone los terrenos, devuelve impuestos y algún otro tipo de subsidio vía infraestructura y servicios. Pero la construcción es privada y la compra una transacción privada.
Y para la clase media alta, la mejor política es garantizar el acceso al crédito, a tasas de interés razonables, y la estabilidad macroeconómica que les asegure que el ahorro que van acumulando para el inicial no se lo trague la inflación. A partir de esas condiciones, ella misma lo resuelve.
A lo que el gobierno sí tiene que destinar recursos es a mejorar el entorno urbano, ampliar y mejorar vías, dotar a los barrios de servicios y, sobre todo, resolver los agobiantes problemas del tránsito y el transporte, todo lo cual se puede hacer sin tener que otorgar grandes subsidios a nadie.