Dentro de unos cuatro meses, el 16 de mayo de 2016, el pueblo dominicano acudirá a las urnas para ejercer el derecho a elegir y a ser elegido. Cada cuatro años se atiza el debate sobre asuntos de interés nacional, como la seguridad ciudadana, el estado de derecho, la violencia de género, el desempleo o el narcotráfico, entre otros.
Desde hace años la sociedad dominicana reclama soluciones a problemas medulares de larga data, como la transparencia en el Estado, eliminar la corrupción estatal o el cumplimiento de los derechos fundamentales de la ciudadanía que garantiza la Carta Magna, una vez definida por un estadista nacional como “un simple pedazo de papel.”
La memoria histórica dominicana ha demostrado que a los partidos políticos, sean blancos, morados, rojos, azules, verde o amarillo, al parecer no les interesa poner en práctica programas de gobierno reales y de alcance nacionales una vez llegan al poder, a tono con necesidades sociales genuinas y lejos de intereses de grupos o facciones particulares.
¿Por qué esa anomia político/social casi permanente entre las propuestas de los principales actores del sistema de partidos y los deseos genuinos de las masas? ¿Qué contribuye a alimentar la divergencia entre las necesidades reales del pueblo y los intereses y objetivos estratégicos de un colectivo político? ¿Por qué una vez alcanzado el poder, un partido político “se apodera” del Estado y promueve un cambio de política divorciado del compromiso social Gobierno-Pueblo contraído en las urnas?
¿Cómo defenderse de esa lacra que es la suma de todas las corrupciones individuales definida como un cáncer social?
El filósofo inglés John Locke, padre del empirismo –preludio del liberalismo– definió la Constitución de un país como la pauta o la regla del contrato social que diferencia a un conglomerado salvaje de una sociedad civilizada. Poco después, la revolución francesa, a finales del siglo XVIII, afinó aún más esa relación con la consigna Libertad, Igualdad, Fraternidad, dando fin a la virtud de la tiranía monárquica y la dictadura; mientras, la Constitución de Filadelfia, Estados Unidos, adoptó los mejores principios para protegerse de la soberbia de la autoridad y de los delincuentes anclados en el poder.
En su obra más trascendente, Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690), Locke sentó los principios básicos del constitucionalismo liberal, al postular que todo hombre nace dotado de unos derechos naturales que el Estado tiene como misión proteger: fundamentalmente, la vida, la libertad y la propiedad.
Partiendo del pensamiento de Thomas Hobbes, Locke apoyó la idea de que el Estado nace de un “contrato social” originario, rechazando la doctrina tradicional del origen divino del poder; pero, a diferencia de Hobbes, argumentó que dicho pacto no conducía a la monarquía absoluta, sino que era revocable y sólo podía conducir a un gobierno limitado.
La autoridad de los Estados resultaba de la voluntad de los ciudadanos, que quedarían desligados del deber de obediencia en cuanto sus gobernantes conculcaran esos derechos naturales inalienables. El pueblo no sólo tendría así el derecho de modificar el poder legislativo según su criterio (idea de donde proviene la práctica de las elecciones periódicas en los Estados liberales), sino también la de derrocar a los gobernantes deslegitimados por un ejercicio tiránico del poder (idea en la que se apoyarían Thomas Jefferson y los revolucionarios norteamericanos para rebelarse contra Gran Bretaña en 1776, así como los revolucionarios franceses para alzarse contra el absolutismo de Luis XVI en 1789).
John Locke defendió la separación de poderes como forma de equilibrarlos entre sí e impedir que ninguno degenerara hacia el despotismo. Pero, por inclinarse por la supremacía de un poder legislativo representativo de la mayoría, se puede también considerar a Locke como un teórico de la democracia, hacia la que acabarían evolucionando los regímenes liberales.
Por legítimo que fuera, sin embargo, ningún poder debería sobrepasar determinados límites (de ahí la idea de ponerlos por escrito en una Constitución). Este tipo de ideas inspirarían al liberalismo anglosajón (reflejándose puntualmente en las constituciones de Gran Bretaña y Estados Unidos) e, indirectamente, también al del resto del mundo (a través de ilustrados franceses, como Montesquieu o Voltaire.
¿Qué ha pasado con la responsabilidad del Estado conducido por partidos políticos en tiempos modernos? ¿Cuál es la dura realidad que deforma la práctica de la teoría original del Estado y su responsabilidad social, engendrando la corrupción persistente, el nepotismo, el clientelismo, el concepto tutelar y de subordinación social y patrimonial del ejercicio de la cosa pública?
Un delincuente curtido en el penal de La Victoria asegura que los políticos adoptaron la metodología del bajo mundo para controlar los resortes del Estado, y lo define de la siguiente manera: “los partidos políticos una vez en el control de la estructura del Estado, sin excepción, han reconocido y adoptado la psicología del bajo mundo, del gansterismo, del pandillerismo; de cómo aplastar al enemigo, convirtiendo el sistema democrático en un sistema de pillaje, de corrupción, de robo de lo ajeno, lo que ha sido perfeccionado y casi legitimado por elementos supuestamente progresistas o liberales.” Es decir, que el Estado se roba a sí mismo y pretende robar a los demás desde la estructura alevosa del andamiaje oficial.
La diferencia entre el mundo político ideal, de lo que debería ser, aquello del Estado proteger la vida, la libertad y la propiedad de sus ciudadanos; y el mundo político real, el de los políticos que roban al Estado desde el mismo gobierno, tiene sus orígenes en El Príncipe, de Maquiavelo, un manual maléfico de instrucción detallada que explica cómo un líder político puede mantener y ampliar su poder desde el poder mismo, con la consigna de que el fin justifica los medios. Mahama Gandhi afirmó que la violencia y la corrupción son inherentes al ser humano, lo que fue confirmado muchos años antes por San Pablo al afirmar: “Y si hago lo que no quiero, ya no obro yo, sino el mal que mora en mí.” (Romanos 7:20).
¿Cómo defenderse de esa lacra que es la suma de todas las corrupciones individuales definida como un cáncer social? Una opción podría ser que al margen de la Constitución, no la de 1844 –guerrerista y nacionalista–, sino la “avanzada” de 2010, recién anulada por el Tribunal Constitucional debido a errores de procedimientos legislativos para su aprobación, y que impone una pesada carga de más deberes que derechos, mientras releva al Estado de casi toda su responsabilidad ante la ciudadanía, el pueblo dominicano adopte en una consulta popular una Carta de Derechos Ciudadanos que fije los límites de la Carta Magna, lo proteja y frene los desmanes de quienes administran y roban lo propio y lo ajeno desde el Estado.
Ello podría reducir y eliminar la deuda social acumulada, la duplicidad de servicios y funciones públicas, el desvío de fondos, el uso negligente y abusos de los recursos del Estado, el robo de los dineros de los contribuyente desde el Estado, el Artículo 55, las “botellas”, “botellones”, barrilitos, cofrecitos, prebendas, privilegios y otras variantes de las mil y una cara de la corrupción, y dar el buen ejemplo de un país pobre bien administrado que permita una mejor vida a la mayoría y castigue de manera ejemplar a quienes han hecho del robo una virtud en el siglo XXI.