Bajo la premisa de una “total discrecionalidad”, de una versión “inflamada” de los poderes discrecionales que, sin duda, ostenta el Consejo Nacional de la Magistratura —aunque no obviamente en la forma distorsionada con la que se pretende—, uno que otro “jurista de Estado” (frase acuñada por Tomás Ramón Fernández en su singular polémica con Luciano Parejo y Miguel Sánchez Morón a propósito de la cuestión de la discrecionalidad y sus límites) insiste en la idea de que dicho órgano constitucional no tiene la obligación de motivar el porqué designa a un concursante —o por qué a otros no— como juez en una “alta corte”. En otras palabras: el CNM, a decir de esa doctrina, no debe hacer constar las razones por las cuales elige a un candidato.

Ya en la primera de estas entregas sostuve que la actividad desplegada por el CNM en el ejercicio de sus prerrogativas no era sino una actividad administrativa. Que la designación de un candidato como juez del Tribunal Constitucional o de la Suprema Corte de Justicia se hacía a través de un acto administrativo. De ahí que, en principio, el régimen jurídico para su dictado se enmarca en la ley núm. 107-13, misma que, también, en lo que concierne a su ámbito de aplicación, refrenda lo expresado. En el párrafo II del artículo 2, se establece que los “principios y reglas” de la ley se aplicarán a los órganos y entes de rango constitucional que ejerzan “función o actividad de naturaleza administrativa”, siempre que “resulten compatibles con su normativa específica, no desvirtúen las funciones que la Constitución les otorga y garanticen el principio de separación de poderes.” ¿Cómo se desvirtúan las funciones del CNM al revestir de racionalidad sus actuaciones? ¿Se desconocería la separación de poderes? La respuesta negativa se impone.

Con anterioridad además he planteado que el acto administrativo mediante el cual el CNM escoge a un concursante para ocupar un puesto de juez es un acto de naturaleza discrecional. Y que estos actos, en tanto que discrecionales, habrían de contar —por mención expresa del legislador— con motivos que expliquen la actuación administrativa. No hacerlo conlleva la declaratoria de nulidad absoluta o de pleno derecho del acto. Y es que, conforme lo establece el párrafo II del artículo 9 de la ley núm. 107-13, la motivación, sin desmedro del principio de racionalidad (art. 3.9), “se considerará un requisito de validez de todos aquellos actos administrativos que se pronuncien sobre derechos, tengan un contenido discrecional o generen gasto público.” Más aún, el artículo 14 de la indicada legislación dispone la nulidad absoluta de aquellos actos administrativos carentes de motivación, cuando se trate de actos que “sean el resultado del ejercicio de potestades discrecionales.”

La discrecionalitis aguda (o la desviada lectura de la discrecionalidad política, con la que se pretende vender la idea de que el CNM no debe motivar sus actos administrativos), al tiempo de infringir ostensiblemente los mandatos normativos antes citados—tratándose de actos de un alto contenido discrecional—, no encuentra eco en la doctrina comparada. Aunque resultan notabilísimos los trabajos de Sánchez Morón (Discrecionalidad administrativa y control judicial, 1995), García de Enterría (Democracia, jueces y control de la administración, 1995), Fernández R., Tomás Ramón (De la arbitrariedad de la Administración, 1994), Cassagne (La prohibición de arbitrariedad y el control de la discrecionalidad administrativa por el poder judicial, 2008), es el de la profesora Desdentado Daroca (Universidad de Alcalá de Henares) el que más llama la atención de quien escribe, por lo específico del mismo: “Los problemas del control de la discrecionalidad en los nombramientos de altos cargos judiciales por el Consejo General del Poder Judicial. Un análisis crítico” (REDA, Civitas, núm. 138, 2008). Allí se cita lo que era la doctrina mayoritaria antes de los paradigmáticos fallos del Tribunal Supremo español STS, 29 de mayo de 2006, y STS, 27 de noviembre de 2007: la “ausencia de la obligación formal de motivación de los nombramientos [SSTS (3) de 12 de diciembre de 2000 (RJ 2001, 522) y 30 de noviembre de 1999 (RJ 2000, 3202] o el cumplimiento  esta exigencia mediante la simple invocación de los precepto que atribuyen la potestad discrecional [STS (3) de 1 de enero de 1997 (RJ 1997, 407)].

Las “razones” que planteaba el Tribunal Supremo español eran varias: que la legislación aplicable “no exigía la motivación”; que “la legislación especial no obligaba a motivar debido a las propias dificultades inherentes a la motivación en este caso” (Desdentado). Se decía que era muy posible que “en ocasiones, sea difícil hallar concretas razones de prioridad de un candidato frente a otros” y que es conveniente que “la necesaria elección de uno de los candidatos no se traduzca en minusvaloración profesional de los restantes” (STS, 12 de diciembre de 2000, citada por Desdentado Daroca, ob. cit). También se establecía que la motivación estaba implícita en su designación y que, por ende, “no se debe exigir su exteriorización aun cuando solo sea por razones de cortesía” (STS, 10 de enero de 1997). 

Estos criterios fueron felizmente superados en los fallos STS, 29 de mayo de 2006, y STS, 27 de noviembre de 2007, del Tribunal Supremo español. En esta última, quizá la más relevante en la nueva doctrina, se prescribe que “la motivación debe expresar los méritos considerados prioritarios, dando singular relevancia, especialmente cuando se trata de Magistrados del Tribunal Supremo, a los méritos relacionados con el ejercicio jurisdiccional o equivalente. Además, debe poner de manifiesto cuáles son las fuentes de conocimiento que se han manejado para identificar los méritos (…) Y, finalmente, la motivación debe mostrar que se ha realizado una comparación o contraste de las diferentes trayectorias de los candidatos, identificando cuáles son las características que reúnen las personas nombradas y que justifican su elección.”     

A estas sentencias le sucedieron otras de igual relevancia (y que no forman parte del ensayo citado): STS, del 12 de junio de 2008; STS, 23 de noviembre de 2009; STS, 4 de febrero de 2011. Una sentencia posterior del Pleno de la Sala III del Tribunal Supremo español (7 de febrero de 2011) recapitula la doctrina jurisprudencial citada: “El núcleo principal de esa jurisprudencia se encuentra en la sentencia del Pleno de 27 de noviembre de 2007 (Recurso 407/2006), de la que aquí conviene recordar que sus ideas básicas son éstas tres: (1) la libertad de apreciación que corresponde al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en cuanto órgano constitucional con un claro espacio de actuación reconocido; (2) la existencia de unos límites, también constitucionales, que necesariamente condicionan esa libertad y están constituidos por los principios de igualdad, mérito y capacidad y el mandato de interdicción de la arbitrariedad (artículos 23.2, 103.3 y 9.3 CE); y (3) la significación que ha de reconocerse al requisito de motivación.”

Añade, asimismo, el Pleno de la Sala III del Tribunal Supremo español: “Las consecuencias que se derivan de esos límites (…) se traducen en estas dos exigencias, respectivamente de carácter sustantivo y formal, que a continuación se señalan. La exigencia sustantiva consiste en la obligación que tiene el Consejo (…) de identificar claramente la clase de méritos que ha considerado prioritarios para decidir la preferencia determinante del nombramiento; y tiene la obligación también de explicar la significativa relevancia que ha otorgado a los méritos demostrados en el puro y estricto ejercicio jurisdiccional o en funciones materialmente asimilables. La exigencia formal está referida a estas tres obligaciones que también pesan sobre el Consejo: (I) la de expresar las fuentes de conocimiento que haya manejado para indagar cuáles podrían ser esos méritos en el conjunto de los aspirantes; (II) la de asegurar que el criterio de selección de esas fuentes, cuando se trate de méritos estrictamente jurisdiccionales, ha observado rectamente el principio constitucional de igualdad; y (III) la de precisar las concretas circunstancias consideradas en la persona nombrada para individualizar en ella el superior nivel de mérito y capacidad que les hace a ellas más acreedoras para el nombramiento”. Otra sentencia, la STS, 10 de mayo de 2016, ha seguido esta línea.

No resulta posible, al menos en el marco de un análisis serio, sostener la tesis de que el CNM —ante una “total discrecionalidad”— se encuentre exento de actuar racionalmente en el ejercicio de sus prerrogativas administrativas. No importa que se trate de discrecionalidad política: esta última no es sinónimo de inmunidad. La motivación ha de existir siempre de forma concreta y no puede producirse con posterioridad al acto administrativo. Cassagne, en ese orden, apunta: “No cabe admitir la motivación contextual o in allude, es decir, la que surge del expediente (formalidades previas) ni tampoco la que se produce ex post facto. Si la Administración pudiera motivar el acto a posteriori se desvirtuaría la exigencia y la consecuente garantía, además de la afectación en que se incurriría con relación al principio de eficacia” (La prohibición de arbitrariedad y el control de la discrecionalidad administrativa por el poder judicial, 2008). Confieso que el tema es apasionante.