“…De allí que la actividad económica representa un parte crucial de la vida social y está unida a una gran variedad de normas, pautas, obligaciones morales y otros hábitos que, en su conjunto, dan forma a la sociedad… una de las lecciones más importante que podemos aprender del análisis de la vida económica es que el bienestar de una nación, así como su capacidad para competir, se halla condicionado por una única y penetrante característica cultural: el nivel de confianza inherente a esa sociedad”. (Francis Fukuyama: La Confianza. Trust).
El hilo rector en la construcción de la democracia, sobre todo desde la entrada del Siglo XXI, se ha instalado la urgente necesidad de la confianza mutua. La confianza se cristaliza y se cobija como la fuente protagónica del espíritu del salto del homo sapiens. La confianza es hoy en día la privilegiación del capital social, de las relaciones de asociatividad, que engloba y trasciende los demás capitales (físico, financiero). Sin el sería como la tautología permanente que da entonces el eterno juego de suma cero. La confianza genera de manera expansiva la integración horizontal de los actores y coadyuva a explicar las distintas oportunidades que encierra la interactuación humana.
La confianza y con ello la pluralidad de alternativas que pautan el capital social, que al decir del Sociólogo James Coleman “es la capacidad de los individuos de trabajar junto a otros”, es la capacidad de los seres humanos de asociarse entre sí, que aborda al mismo tiempo al capital humano como suma de conocimientos, de habilidades. Vale decir, la existencia social brilla en una estelaridad cuando encuentra eco en la confianza que potencializa al ser humano, donde la asociatividad se multiplica exponencialmente.
La confianza que penetra los poros de la cultura se desliza como eje articulador para la cohesión social, para la construcción en la asunción de la diversidad y la comprensión entendida de la necesidad de gestionar los conflictos como espacio natural de la tolerancia. La confianza es el súmmum catalizador de creer en el que se trabaja para trascender nuestra naturaleza animal.
Se puede establecer como cuasi un axioma que la confianza está correlacionada con la desigualdad, con la institucionalidad, con el desarrollo sostenible, con la redistribución del ingreso, con la gobernanza y gobernabilidad, con la integración social. A mayor confianza mejor y mayor cimentación en la cohesión social y mejores niveles en la relación entre sociedad y Estado. La confianza es la mayor legitimadora en el puente entre el Estado y la sociedad. La mediación y los mediadores se encuentran en los espacios públicos de manera más fluida y expedita para alcanzar objetivos comunes.
Tenemos el caso de nuestra sociedad donde el 16 de agosto arribó al poder político Luis Abinader. A un mes, el nivel de aprobación según los sondeos le sitúan entre 82 a un 86%. Sus decisiones y nombramientos han alcanzado una alta legitimidad. El Ejecutivo ha apuntalado la confianza. Se puede decir que tenemos la tetralogía de la crisis: sanitaria, económica, social, laboral. Están ahí presente, empero, la forma de la apertura, la visibilidad y el acceso, la horizontalidad, el enfoque alternativo de búsquedas de soluciones nos hacen “olvidar” realmente el pétrido panorama. Hay una suavidez, una lozanía por hacer bien las cosas, por no instrumentalizar el Estado más allá de sus funciones cardinales.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acaba de realizar un estudio denominado La Crisis de la Desigualdad: América Latina y el Caribe en la encrucijada, editado por Matías Busso y Julián Messina, del 2020. Las palabras clave según el informe son: desigualdad, distribución del ingreso, riqueza, género, raza, salud, educación, política fiscal, impuestos, confianza.
Nos señalan los autores que América Latina comenzó el distanciamiento social mucho antes de la pandemia, las vulnerabilidades estaban ahí. Lo nuevo para muchos fue la exposición y visibilidad. Un distanciamiento social “cuando por la extrema desigualdad en la región que socava la fe de los ciudadanos en el bien común y amplía la brecha entre ricos y pobres”. Abundan que las “marcadas diferencias en materia de ingresos representan apenas una de las diversas formas de desigualdad que socava la cohesión social y el sentido de pertenencia a algo más grande que uno mismo”. Las desigualdades estructurales acusan una asimetría dantesca, demencial.
El 10% más rico de la Región capta 22 veces más de la renta nacional que el 10% más pobre. El 1% de los más ricos se lleva el 21% de los ingresos de toda la economía, el doble, dicen ellos, de la media del mundo industrializado. Los hombres ganan 13% más que las mujeres. En nuestro país se encuentra la desigualdad salarial, de ingresos, en 21% a favor de los hombres.
En América Latina y el Caribe, aborda el informe “cerca del 65% de los hogares en el quintil inferior de la distribución de ingresos había sufrido al menos una pérdida de empleo entre los miembros de la familia que, en el quintil superior, la cuota fue de 22%”. Nos dicen que las políticas redistributivas de los países de la región reducen la desigualdad en menos de un 5%, mientras que el mundo industrializado lo hace en un 38%”.
El estudio, muy interesante, nos enfatiza la problemática de la desigualdad más allá del ingreso y nos puntualiza las desigualdades a las “que se enfrentan las personas en materia de salud, educación, exposición a la delincuencia, acceso a la justicia y a los mercados laborales”. Resalta como la desigualdad “erosiona la confianza mutua entre los ciudadanos y en las instituciones”. Nos sugiere de manera nodal, de como “la desigualdad elevada fractura la sociedad y destruye su tejido”.
América Latina y el Caribe viven en medio de un contrato social fracturado. Como señala la investigación “La redistribución insuficiente y la desigualdad de oportunidades son las principales características de lo que podría denominarse un contrato social fracturado. Un contrato social es un acuerdo implícito entre los miembros de una sociedad para definir derechos y responsabilidades mutuos. Cuanto obtiene cada grupo del gobierno y cuanto contribuye es un aspecto básico del tejido social”.
El estudio nos recuerda que “América Latina empezó a sufrir la pandemia con tres problemas estructurales severos: la alta informalidad, la alta desigualdad y la baja productividad”. Nos establece que “en las democracias que funcionan bien, la desigualdad económica debería autocorregirse en alguna medida a través de la demanda mayoritaria de impuestos y gastos redistributivos”. Se colige que “cuanto más democrático sea un país, más efectiva debería ser la reducción de las desigualdades resultantes del sistema de mercado”. La democracia está asociada, en gran medida, a la proactividad en la política fiscal dirigida a una mejor redistribución del gasto social y la manera de abordar a los desvinculados por pensiones, como visión de su entrega a la prosperidad de su país en los mejores años de su vida productiva.
La democracia, como espacio de desarrollo colectivo, ha de desfigurar el dilema de eficiencia y equidad. ¡La pobreza y la desigualdad siguen constituyendo las debilidades más pronunciadas de la democracia y con ello, la confianza, lo cual impide la valoración positiva de la misma en los últimos años! La reconstrucción del nuevo contrato social, del nuevo orden social, no puede seguir prevaleciendo la desigualdad y la enorme falta de confianza en las instituciones. La pandemia traerá consigo una gran ruptura. Un advenimiento social más inclusivo y más participantes con nuevos actores.
Nos encontramos como sociedad en un momento de transición, tanto en la sociedad política como en el conjunto de la sociedad. ¡Reconstrucción y ruptura con la decadencia! Como nos dijo alguna vez Francis Fukuyama en su obra La Gran Ruptura “…La tendencia de las democracias contemporáneas liberales a caer presas de un excesivo individualismo constituye, quizá, su mayor vulnerabilidad a largo plazo y se hace particularmente visible en la más individualista de todas las democracias, la de los Estados Unidos. El estado liberal moderno fue establecido bajo la premisa de que, en interés de la paz política, el Estado no tomara partido entre los distintos reclamos…”