Un hito en la concepción de la historia lo constituye la obra del obispo de Meaux, Jacques Bénigne Bossuet, cuya sede estaba situada en las cercanía de París. Su libro fue publicado en el año de 1681, y su título es Discurso sobre la historia universal.
La época en que se publica la obra es un tiempo de florecimiento de los saberes científicos y comienza a enfatizarse en todas las áreas del conocimiento de las ciencias que posteriorimente –en los siglos siguientes– se denominarán como ciencias sociales. Es la época en que se consolida el racionalismo –es el siglo de Descartes–, sin embargo, es también un siglo que se encuentra tocado intensamente por la fe religiosa y está dominado por los defensores de la tradición católica.
Para poder valorar a plenitud el sentido de la obra que tomaré como modelo para la elaboración de la teoria del ser de la historia en el siglo XVII, creo que hay que situar el tiempo en que se constituye y trazar una especie de guía de la visión de la existencia humana y de la historia, que serán determinantes, por constituir el preludio de la concepción moderna.
Tendríamos que tener en cuenta que, como señala el renombrado historiador francés, Paul Hazard, en su obra, La crisis de la conciencia europea (1680-1715) –y también habría que considerar desde otra perspectiva, basada en un análisis estadístico, una imprescindible obra de otra destacado historiador francés del siglo pasado, Pierre Chaunu, cuya versión italiana siempre tengo en cuenta: La civiltá dell`Europa dei Lumi [La civilización de la Europa de la Ilustración]–.
Ambas obras versan sobre las ideas directivas de la gran revolución que representará las grandes transformaciones que tomaran cuerpo y consistencia en los siglos posteriores a la época de los grandes descubrimientos y que cristalizan en el deslumbrante siglo XVIII, la época en que se consuma el inicio de la revolución industrial y la revolución políticosocial que será conocida como la gran revolución francesa.
De esta última revolución, Alexis de Tocqueville, quizás el más lúcido de los teóricos políticos franceses del siglo XIX, –para mí sin lugar a dudas lo considero como tal– la interpreta como el arquetipo de una especie de revolución eterna. Precisamente en su famoso e importante libro de memorias, Recuerdos de la Revolución de 1848, hace la aguda observación de que la Revolución francesa es un ciclo permanentemente abierto e interminable: Me parecía que el año 1830 había cerrado este primer período de nuestras revoluciones, o, mejor, de nuestra revolución, porque no hay más que una sola, una revolución que es siempre la misma a través de fortunas y pasiones diversas, que nuestros padres vieron comenzar, y que, según todas las probabilidades, nosotros no veremos concluir.
Confieso, que como estudioso de la modernidad, una de mis grandes preocupaciones teóricas ha sido intentar descubrir, tantear, trazar un esbozo somero de los rasgos definitorios y las características de la vida cotidiana del período inmediatamente anterior al de la gran eclosión de la modernidad, a fin de determinar los elementos constitutivos del proceso de aceleración del tiempo que caracterizará la aparición del desarrollo de los procesos de modernización y técnificación de la existencia cotidiana desde los primeros instantes en que comienza a manifestarse la ilustración. Dicho de manera muy resumida, creo necesario tratar de precisar históricamente el período en que se produce la fractura entre la visión cristiana tradicional y la perspectiva moderna que se instala en el siglo XVIII.
El preludio de esta ruptura, estimo corre durante el siglo XVII. Según señala Hazard en la obra citada, en el referido siglo la vida cristaliza como un tiempo difícil que se manifiesta en un proceso de múltiples cambios en la vida cotidiana, mutaciones que producen un curso de gran intensidad a través de secuencias de pequeñas crisis, que poco a poco se traducen en un período de gran incertidumbre, inseguridad y grandes temores.
Por un lado, señala Hazard, en el siglo XVII se dá: La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan la vida firmemente: eso es lo que amaban los nombres del siglo XVII. Las trabas, la autoridad, los dogmas, eso es lo que detestan os hombres del siglo XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos, y los otros anticristianos; los primeros creen en el derecho divino y los otros en el derecho natural; los primeros viven a gusto en una sociedad que se divide en clases desiguales; los segundos no sue ñan más que con la igualdad.
Creo que hemos dado con la línea de fractura que separa tradición y modernidad. La primera es la época que los franceses denominan la edad clásica, la época que no por casualidad es el territorio sobre el que se extiende la mirada escrutadora de Michel Foucault, la segunda es la época de los enciclopedistas y de Voltaire.
Los pobladores del siglo XVII apreciaban las jerarquía, la disciplina, el orden y los dogmas, porque se daban cuenta de que la vida que experimentaban se encontraba tejida por un hilo fragil, sutil, y esto hacía de la existencia se revelase como algo sumamente peligroso.
Buscaban protegerse con armaduras de legalidad y audacia porque sabían que a pesar de las apariencias de que la vida se desplegaba entre murallas sólidas, la realidad era que no había seguridad y las situaciones concretas eran quebradizas e inseguras y esta clara consciencia de lo delicado de las situaciones vitales producía pánico, recelo, desconfianza, temor.
Si consultamos el libro de J. Delumeau, El miedo en Occidente, encontraremos en las páginas que se refieren a este período esta tajante afirmación: Lo cierto es que con mayor frecuencia había muchas causas de miedo, y que la imaginación se dirigió sobre todo a las desgracias que debían preceder, bien al Millenium, bien al juicio final –este singularmente temible–, y que se esperase al Anticristo.
Para corroborar lo que señala Delumeau, debo subrayar que en el tiempo se respiraba una atmósfera de Fin de mundo.
La Reforma protestante tenía como su contexto la creencia de que el tiempo ya estaba consumado, que la destrucción del Catolicismo que esta provoca era la corrección de la doctrina de la salvación querida y estimulada por el mismo Dios. Esta revolución en las instituciones religiosas indicaban a los humanos que el mundo se encontraba espoleado por la inminencia del desenlace final.
En resumen, la Reforma del siglo anterior provocaba gran desazón y angustia, pues esta brotó de una profunda fermentación escatológica. Esto, además, producía que la gente viviera con un gran temor a la muerte individual, además, de la que creaba la posibilidad de un final cercano para la humanidad.
Cuando llegara la negra muerte, con ella vendría la realidad de que uno va a ser juzgado, sin escapatoria posible, por todos los actos cometidos a lo largo de la propia vida y ese temor estaba vivo y presente en cada ser humano en ese tiempo.
Para hacernos una idea de lo temerosa y sobría que era la época, habria que tener en cuenta la diferente visión que se tenia de Dios en esos momentos.
La imagen que se hacían de la figura de Dios daba a la vida una coloración sombría, pues el Ser Supremo asumía el papel de un soberano inflexible, duro y severo cuya tarea fundamental era ser un juez inclemente, intransigente e inhumano.
El mundo habia pasado bajo la soberanía del Padre que fue vengativo, ejecutor y verdugo. Luego, pasó bajo el dominio del Hijo, cuya textura se revela en su misericordia y el proyecto de la redención, pero según las ideas milenaristas que surgen en la época, ahora se aproxima la época de la consumación de los tiempos y el momento del juicio final.
Si hay un siglo semejante al nuestro en cuanto a desesperanza es el XVII. Deberíamos estudiar a fondo lo acontecido en este y las actitudes asumidas por los humanos para poder, quizás, encontrar respuestas históricas que suavicen el descreimiento y el temor con que vivimos hoy.
Aquél siglo fue además, un tiempo de guerras despiadadas y de grandes epidemias que causaron muchas muertes y sobre todo mucho desaliento vital.