Si existe un vocablo corroído por la retórica empresarial, es el de la competitividad. Un término arrugado cuya verdad no ha cuajado en una economía que desde la década de los setenta hasta los noventa se erigió sobre un modelo proteccionista. Durante más de medio siglo la industria dominicana, aislada y sin competencia, hizo del mercado local su pequeño feudo. Con los acuerdos multilaterales negociados en la Ronda del GATT en Punta del Este, Uruguay (1986-1993) y la consiguiente creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), el 1 de enero de 1995, se profundiza la liberalización del comercio global, hecho que sumado a los acuerdos regionales y hemisféricos de integración comercial derrumbó las barreras arancelarias que impedían el flujo de productos extranjeros al mercado local.
La industria dominicana no pudo hacer a tiempo su reconversión estratégica ni adecuar sus procesos a los estándares mundiales. La globalización, como tendencia irreversible del comercio, la aplastó. Muchos industriales se hicieron importadores de lo rubros que antes producían; otros lograron alianzas con marcas internacionales que utilizaron sus redes de distribución, y los menos se abrieron a nuevos nichos en la llamada producción de escala o estructuraron las más diversas formas asociativas con el capital extranjero. De generadora de bienes nuestra economía se convirtió así en prestadora de servicios y consumo.
Más que comisiones y leyes, se precisa de una concertación social que establezca las bases y políticas de una estrategia nacional donde la competitividad sea un transverso, pero sobre todo de la buena voluntad de los grandes oligopolios, muchos de los cuales son jueces y partes en las agendas reguladoras y en las deformaciones del mercado.
La República Dominicana, ya inserta en la realidad del mercado mundial y sujeta a los tratados de libre comercio, tuvo que ajustar su vetusta legislación a los patrones normativos impuestos por esa realidad. Empieza así un intenso proceso de reformas económicas en un país regido por una legislación comercial del siglo diecinueve. El proceso legislativo fue apresurado, mecánico y basado en trasplantes de modelos legales extranjeros o de normas uniformes propuestas por organismos internacionales. La hiperregulación fue muy pesada y todavía pendiente de asimilación institucional. Así, una economía con una estructura concentrada tuvo que abrirse a la competencia y un país con una burocracia anacrónica tuvo que “modernizar” de prisa sus procesos sin un tránsito de maduración racional.
Como sujeto del crédito internacional y receptor de inversión extranjera, el país está sometido a índices de calificación global. Dependiendo de sus buenas o malas notas, los capitales, los negocios y la inversión fluirán. De ahí que el Índice Global de Competitividad del Foro Económico Mundial y el Doing Business del Banco Mundial se conviertan en indicadores consultados por los distintos actores económicos globales. En el primero, el país ha mantenido históricamente muy malas notas, con escasa variación en la lista de las 140 economías del mundo analizadas; así, en los últimos cuatro años (2014 al 2017) hemos ocupado sucesivamente los puestos 104, 101, 98 y 104 del mundo. En el segundo ranking, Doing Businness, que comprende entre 180 y 190 economías, los resultados han ido de mal a peor: 86 (2010), 91 (2011), 113 (2012), 112 (2013), 84 (2014), 90 (2015), 103 (2016), 103 (2017), 99 (2018).
Mediante el decreto 389-17, el presidente Danilo Medina designó a nueve empresarios en el Consejo Nacional de Competitividad y otros 28 en un consejo consultivo con el propósito de ejecutar una estrategia nacional que mejore la competitividad. En realidad se trató de una réplica “oficial” del CONEP; así, el pasado vicepresidente ejecutivo de ese buró es el director ejecutivo y la mayoría de sus miembros han sido directivos de ese gremio empresarial. El plan se inicia con la alarma de la baja puntuación del país y la necesidad del Gobierno de mejorar sus notas en imagen y confianza, eclipsadas por los niveles primitivos de corrupción prevalecientes. Las limitaciones de este consejo para proponer reformas estructurales son muy sensibles; el problema es de una dimensión tal que lo desborda. Más que comisiones y leyes, se precisa de una concertación social que establezca las bases y políticas de una estrategia nacional donde la competitividad sea un transverso, pero sobre todo de la buena voluntad de los grandes oligopolios, muchos de los cuales son jueces y partes en las agendas reguladoras y en las deformaciones del mercado.
Fue patético ver la reunión del consejo ampliado con el presidente de la República tomando notitas de los diferentes renglones que reprobamos y designar comisiones para atender una agendita de boy scouts que se consumió en aligerar la menuda burocracia en la formación de empresas, “facilitar” la concesión de licencias administrativas, proponer insustanciales reformas a leyes y mejorar la gestión de despachos administrativos. Estas son apenas aristas del ciclópeo cuerpo burocrático del Estado. La idea es que en el 2019 tengamos unos puntos menos en los índices y proclamar con repliques altisonantes y salves populistas la “revolución de la competitividad” del país.
Los problemas de la inversión y los negocios en el país no se resuelven en la periferia. La competitividad es cultura nacional. Eliminar el requisito del capital mínimo de las sociedades comerciales (que es un factor referencial y no real en tanto no hay que desembolsarlo ni inmovilizarlo), establecer la famosa ventanilla única y promover una ley de reestructuración mercantil pesadamente burocrática, costosa, inviable y apartada de los bienes jurídicos tutelados por el derecho concursal son amagos al viento. La cuestión nuclear de la competitividad no es formal ni extrínseca; es de fondo y sustancial, y atiende primordialmente a la estructura de un mercado concentrado andando por su cuenta, a las conductas y relaciones abusivas de sus actores, a su opacidad, a un sistema judicial virtualmente inoperante. Sin transparencia no hay competitividad y las penumbras ahogan los intereses públicos y privados. La cuestión no es normativa, es funcional.
Como consultor he acompañado cientos de emprendimientos de inversión extranjera fallidos. Estos inversionistas se han marchado sin poder acceder a mercados controlados por oligopolios que les hacen la vida imposible. Se marchan acosados por la exigencia de pagos por parte de funcionarios o timados por cabilderos; frustrados porque a pesar de presentar ofertas y presupuestos inmejorables pierden concursos y licitaciones públicas por carecer de influencias de poder, esas que sí tienen empresas contratistas establecidas. Pero el mejor y más objetivo parámetro para apreciar la falta de competitividad de la economía lo retrata un simple hecho: un mercado de valores sin acciones. Las pocas empresas que realizan transacciones en la bolsa se limitan a emitir y negociar títulos de deuda (bonos, papeles comerciales), es decir, a tomar dinero del público en vez de colocar títulos de capital (acciones). Esta última decisión supone que la sociedad comercial emisora o cotizante debe transparentar su gestión, su contabilidad, su estructura fiscal y finanzas. A pesar de la estructura cerrada de las grandes empresas familiares dominicanas, la ausencia de esos valores ha sido una limitación sensitiva a la capitalización pública de las empresas dominicanas. La competitividad sin un Estado institucionalmente fuerte y un alto empresariado comprometido es sueño mojado.