En varios artículos anteriores he sostenido que uno de los mayores obstáculos al desarrollo dominicano es la debilidad del Estado. Existe virtual consenso entre los tratadistas del desarrollo en que un Estado fuerte es una condición importante para el avance de las sociedades. Es más, uno de los libros más en boga en años recientes llega prácticamente al extremo de colocar las instituciones como el factor único de la prosperidad o del atraso (Aceglomu y Robinson, “Por qué fracasan los países”).

Creamos o no en ello, de lo que sí estoy convencido es que un Estado débil no conviene a nadie (excepto a los corruptos y malhechores), y en la República Dominicana nos hemos venido llevando a esta situación que, pese a algunos esfuerzos recientes, ahora no sabemos cómo superar. Sin un Estado fuerte, ¿cómo lograr que funcione bien la seguridad social, la educación, la seguridad ciudadana, la seguridad jurídica para los negocios y los servicios públicos en general?

Y  cómo lograr credibilidad de las instituciones, sin lo cual es difícil comenzar, pues cuando los ciudadanos no creen en el Estado no están dispuestos a defenderlo ni mucho menos a financiarlo. Y así, ¿cómo podemos fortalecerlo? Lo primero es que existe todo tipo de justificaciones para eludir el pago de impuestos, sin lo cual no lograremos integración social. Ni hay quien lo defienda frente a las habituales ofensas, ya sean tan tenues como faltar a la ley de tránsito, o tan graves como un fraude electoral o bancario, o sencillamente, el robo del patrimonio público.

La debilidad del Estado se refleja en irrespeto a la ley, escasa productividad de las instituciones, desperdicio de recursos públicos y muy precarios servicios e infraestructura para la ciudadanía  y las empresas. Y más que eso, justicia poco creíble, impunidad y  mmmuuuucha corrupción. Ahora bien, y tomando en cuenta que en los múltiples ranking internacionales que se preparan ahora la República Dominicana aparece como un caso crítico en América Latina y el mundo en muchos de estos aspectos, sería bueno que reflexionáramos acerca de cómo pudimos llegar hasta aquí.

Medio siglo atrás, al caer la dictadura de Trujillo, la República Dominicana heredó, si no un Estado fuerte, al menos un Estado rico. Pero en los decenios siguientes se asistió a un proceso de expoliación del patrimonio público. Gran parte de la propiedad agrícola e inmobiliaria urbana heredada fue gradualmente apropiada por particulares, provenientes del mundo político, militar y empresarial. Las empresas industriales y de servicios fueron puestas al servicio de intereses políticos y privados y sometidas a crecientes pérdidas y descapitalización.

A Balaguer no le interesaba participar personalmente de la piñata, sino que le permitieran dirigirla. Al fin de cuentas, no hay razones para apropiarse del patrimonio del Estado si puede apropiarse del Estado mismo. Una gran parte de las élites y de la población dominicana en general no eran partícipes directos de la fiesta, pero estaban dispuestos a aprovecharse de los despojos. Y cuando no, al menos veían el gradual desmantelamiento de ese Estado como algo natural, porque un Estado grande siempre fue visto como algo propio de gobiernos de izquierda, con lo cual nunca han comulgado. De modo que ya hemos encontrado una justificación ideológica para lo ocurrido.

Ahora viene la otra. Decíamos al inicio que un Estado rico o grande no quiere decir, necesariamente un Estado fuerte. Es más, muchas veces son cosas contrapuestas. Pero tengo la impresión de que los servicios públicos y las instituciones también funcionaban con más eficiencia al iniciarse el período posTrujillo. Aunque estaban muy limitadas en su cobertura, las instituciones eran más eficaces. Y en el deterioro institucional que sobrevino jugó un papel otra deformación ideológica, enraizada en la mente de la población dominicana: se asocia el imperio de la ley con la dictadura.

Por tanto, si ahora vamos a estar en democracia, es para que todo el mundo haga lo que le plazca. La ley es para el que le convenga. Y nada más falso que eso: en los países en que la democracia ha alcanzado la mayor madurez son precisamente aquellos en que más se cumple la ley. Y en que más se le teme al Estado, pero también se confía en él, se le respeta, se le quiere y se le defiende frente a las ofensas. Sean pequeñas o grandes.

Cambiar esta cultura es parte de lo que necesita el país para comenzar a fortalecer el Estado y a resolver mil problemas que impiden el progreso dominicano.