Nos queremos dotar desde hace casi veinte años de un código penal acorde con los nuevos tiempos. Luego de este largo camino, el código que resulte pasará a la historia como el Código del Cambio, un cambio por el que hemos votado mayoritariamente.
Frente a esta realidad no se puede correr el riesgo de que, como muchas otras iniciativas que empiezan con bombos y platillos, esta pieza legislativa tan importante para nuestra vida institucional no esté a la altura de las necesidades de un país moderno.
Al estar en la palestra desde hace tantos años se podía esperar disponer de un instrumento jurídico maduro, consistente y actualizado. Sin embargo, todo indica que en el código aprobado por la Cámara de Diputados y que está siendo conocido por el Senado hay fallas de fondo y de forma a las cuales no se ha aportado los debidos correctivos.
La interrupción del embarazo ha tenido un papel preeminente en las largas discusiones sobre el Código Penal. Las señales del presidente de la República, la intensa lucha de las mujeres y de diversos sectores y, en particular, el campamento por los derechos de las mujeres que se plantó exitosamente frente a Palacio, marcaron un antes y un después en la vida nacional rompiendo algunos tabúes y abriendo esperanzas.
A pesar de esta movilización, aparentemente tendremos un código que no garantizará avances, más bien retrocesos en algunos aspectos. Parece que, momentáneamente, perdimos las mujeres al igual que perdió la sociedad. Ahora bien, el debate sobre el Código Penal no se limita al tema de los derechos sexuales y reproductivos. Es mucho más que eso.
Otros sectores –y toda la sociedad- perderían con la destacada ausencia de castigo para los crímenes de odio y discriminación hacia un grupo o una persona por razón de pertenencia ideológica, religión o creencias, situación familiar, etnia, raza o nación, sexo, orientación sexual o identidad de género, enfermedad o discapacidad.
No obstante, el Senado de la República solo se enaltecería si entrega a la sociedad un código penal coherente en el fondo y en la forma, que responda a las necesidades jurídicas de la nación en su conjunto, partiendo de las sugerencias de las distintas comisiones y grupos que han trabajado el tema con ahínco y profesionalismo; en particular, las del ministerio público, que ha hecho consistentes aportes para lograr mejoras sustanciales, y de parte de la sociedad civil, que ha trabajado a favor de la garantía de derechos fundamentales.
Si hay un tema que no debe sufrir de la mediocridad es el de la elaboración del corpus jurídico que rige una nación. No debe haber aproximaciones en las leyes y el rigor debe imperar para no dejar espacios a interpretaciones antojadizas.
Algunos senadores, al escuchar el sentir de la sociedad, encontraron entre sus pares un valladar regresivo en vez de una actitud modernizante. Miembros de distintos partidos se asociaron para negar derechos y, en su afán, no vacilaron en violar los procedimientos parlamentarios. Según el senador Taveras Guzmán, la comisión senatorial encargada de estudiar el codigo “simuló, no estudió, no discutió”.
Estas actuaciones nos obligan a cuestionar la necesidad de un bicameralismo costoso que se nutre del dinero del contribuyente. Este cuestionamiento se ve reforzado por una sucesión de espectáculos de mal gusto ofrecidos por muchos de nuestros diputados y senadores que colocan en mala situación el sistema político.
En estas condiciones, ¿por qué debemos pagar, elecciones tras elecciones, a nuevas y menos nuevas camadas de legisladores cuyo triste desempeño pone en entredicho su mismo modo de selección y, por ende, la calidad de nuestra imperfecta democracia?
Aprobar un código que desde antes de nacer tiene inconsistencias que pueden desnaturalizar principios jurídicos y no está acorde con la Constitución sería una irresponsabilidad indigna de un organismo como el Senado, cuya principal misión es la de servir de contrapeso.
El país está hambriento de notas positivas más que de hechos lamentables que no contribuyen al cambio.