Nuestro régimen electoral ha colapsado, y persistir en su vigencia seria empujar a los dominicanos hacia la inestabilidad y la violencia.

El desarrollo económico, tecnológico, turístico y empresarial del país no compagina con el perfil pedestre y caciquil predominante en la administración y funcionamiento del sistema electoral.

Que  los jueces de la Junta Central Electoral sean – por ejemplo – reconocidos miembros o simpatizantes de un partido político es una barbaridad a estas alturas de la civilización democrática. Esa fuerte dependencia partidista de la JCE es una de las  fuentes principales de la desconfianza y el cuestionamiento de sus decisiones. En parte – sin pretender justificarlo – el unilateralismo autoritario de Roberto Rosario se motiva en su íntima convicción de que si algún compañero del Pleno disiente de alguna iniciativa sobre un tema crucial es porque responde a la estrategia del adversario, del adversario de su partido, el PLD. En otras palabras, un cuerpo de autoridades electorales integrado por representantes de partidos políticos que compiten reciamente por el poder es lo más parecido a un dialogo entre sordos.

Además, el grueso de los directores departamentales y técnicos y empleados ordinarios de la JCE es cuidadosamente reclutado entre las filas del partido político hegemónico, y lo mismo ocurre en las juntas  municipales.

En el Tribunal Superior Electoral es peor, porque ahí no hay un solo juez disidente y el alineamiento es tan cerrado que parece un comité partidario.

Por otro lado, nuestra ley electoral está obsoleta por más de dos razones, incluyendo su retraso respecto a las innovaciones tecnológicas y de los nuevos desarrollos normativos y de regulación electoral emanados de la experiencia   internacional en las últimas décadas.

En resumen, una autoridad electoral colonizada en modo tan absoluto por un partido revela un Estado con un régimen político al filo de la tormenta; tormenta que podría convertirse en un ciclón social y económico.

Esta descripción breve y superficial de algo tan evidente, tiene viejos motivos y no es solo la cuestión de si hubo o no fraude electoral el pasado domingo 15; aunque,  los hechos que alimentan ese debate son evidencias contundentes de que nuestro régimen electoral requiere una cirugía mayor ¡y sin anestesia!