En la poesía dominicana actual hay ciertas “figuras” que aparecen apartadas, que habiéndose ceñido a los dictados de exigencias interiores, han evolucionado y madurado conforme a ellas y no según la preocupación de las tendencias en boga o cediendo a las preferencias de ciertos movimientos literarios que por uno u otro motivo—¿sin ningún motivo?—se arrogan la jactancia de dictar las premisas de la creación poética.
Cuando se intenta una valoración justa, frente a aquellos que “la fama” un momento exaltó para, voluble, luego echar al olvido, frente a la elevación
interesada de ciertas personas por virtud de propaganda e incienso de capillas, un prestigio más secreto y más seguro lentamente acumula sus créditos a favor de unos pocos solitarios, de aquellos que no se sometieron a escuelas o trataron de formar una.
La autenticidad de la obra de Adrián Javier, se revela así, en la expansión de un reconocimiento y una influencia que el tiempo no habrá sino de afianzar y en la exaltación que su ejemplo significa para las generaciones más jóvenes: en el logro de la poesía cada cual ha de contar única y exclusivamente con su propio empeño.
Adrián Javier, en su libro Tocar un cuerpo, merecedor del Premio de Poesía Pedro Mir del año 2007, la fantasía y el deseo no son un conjunto estático y finido, sino, un ser vivo en proceso de crecimiento y multiplicación.
En Tocar un cuerpo, las manifestaciones grandes y pequeñas del amor, son exaltadas a través del deseo y la mujer, por el simple hecho de existir,
de hallarse a nuestro alcance u ofrecida lejos, pero siempre como presa posible de los sentidos, no para la contemplación o el análisis del intelecto, sino para la relación, el contacto y la entrega mutua.
La intensidad de esta experiencia se mide justamente por su desmesura; esa desmesura no es desesperada: es la afirmación del cuerpo y el rechazo de la historia como abstracción devoradora, como “no-cuerpo“, diría Octavio Paz.
El ser amado para el amante es la transparencia del mundo. Es el ser pleno, ilimitado, que ya no limita la discontinuidad del ser, percibida como una liberación o concesión a partir del ser del amante. Hay un absurdo, una horrible mezcla, en esa apariencia, pero a través del absurdo, de la mezcla, del sufrimiento, de una verdad de milagro. Nada es ilusorio en la verdad del amor: el ser amante solo sin duda, pero qué más da, a la verdad del ser. El azar quiere que, a través suyo,
la complejidad del mundo, al haber desaparecido, el amante perciba el fondo del ser, la simplicidad del ser. La intimidad se instaura así, en el cruce de múltiples componentes relativamente autónomos, los unos con respecto a los otros, y, llegado el caso, según Félix Guattari, se convierten en francamente discordantes.
El erotismo, desde ese momento lo transfigura todo: el cuarto de los amantes es sagrado y se vuelve centro del mundo, crea también una nueva experiencia del tiempo, “donde el mito del amor, inhala su cadáver” (p.30). De esta manera, el espacio poético se identifica con el cósmico. Es en esa identidad, además, donde reside la presencia incorporal que sustenta al poema. Pues no se trata, obviamente, de hacer un recuento espiritual; menos que proponer una cosmogonía. Simultáneamente, pues, se trata del rescate del mundo y de la palabra en un instante que es tiempo puro: la verdadera presencia. Ese rescate, a la vez, propicia otro: la unidad del sujeto y el objeto, la otredad es lo que nos identifica: “nada se mueve, cuando tu cuerpo decide ser(…) si la música del tiempo es sombra de dos cuerpos(…) es el paisaje” (p.50).
Unión de la pareja o unión incorporal de sus deseos, el amor es participación, pacto con lo que somos. Si el tiempo de la historia es la escisión, el
suyo es la reconciliación. De esta manera, el espacio poético se identifica con el erotismo. Si la unión de los dos amantes es el efecto de la pasión, apela
a la muerte, al deseo de asesinato o de suicidio. Lo que designa a la pasión es un halo de muerte. En el poema de la página 31, Adrián Javier define su
meta:
“Círculo de la pasión, que pone a punto el estallido
(…), donde se conmueve el viento, y el ala que lo intuye (…) estremece el fuego”.
El erotismo de los cuerpos tiene de todas maneras algo pesado, siniestro, como diría Georges Bataille. Preserva la discontinuidad individual y es
siempre un poco en el sentido de un egoísmo cínico. “El erotismo de los corazones es más libre”. Si se separa en apariencia de la materialidad del erotismo de los cuerpos, produce de él, en el sentido de que no es a menudo más que uno de sus aspectos estabilizados por la afección recíproca de los amantes. Nunca debemos olvidar que, a pesar de las promesas de felicidad que acompañan al amor, introduce antes que nada trastorno y perturbación.
Tal anhelo de expansión y reconocimiento, dan a la poesía de Adrián Javier semejanza de mar en su infinitud, en su movimiento, encrespado, pero
siempre empujando sus ondas más allá, sin descanso, entonando turbiamente su cantinela inagotable. La sensualidad de Adrián Javier, su entusiasmo y alegría en la pura delicia de los sentidos, su elogio al cuerpo femenino puesto en igual categoría que las manifestaciones espirituales; su desenfado al reconocerse vibrante de deseo y respondiendo al deseo, su alegría de Adán en el paraíso gustando de los goces terrenos, pulposos, hechizantes, magnéticos y malignos, provocarán siempre el mismo asombro y compensarán de muchos anhelos reprimidos, de afanes que no alcanzaron sus metas.