La lucidez no teme afrontar las verdades últimas, esenciales, de la existencia y del mundo; no evita enfrentarse a esa “nada de las cosas humanas”. Trata de mirar las cosas de frente, como son, no como queremos que sean. Su único defecto es verlo todo claro, demasiado claro, sin velos que descorrer, con una claridad que ciega. Sabe que el fracaso yace en la naturaleza misma de las cosas, que todo, absolutamente todo corre de modo inexorable hacia su ruina y su extinción. El fracaso nos acompaña desde el comienzo de los tiempos y nos acompañará hasta el final. Es así como se llega a una sola conclusión, talvez la única posible: la inanidad de la vida, el abisal vacío del ser. Nada vale la pena.
El lúcido, el clarividente no se llama a engaño: se desengaña. Sabe que hay un equívoco fatal, un destino malogrado inscrito en el mismo devenir humano. Para él, el mundo no es sino un accidente, un error, un desliz del yo. El mundo es un error del espíritu, como Dios es un error del corazón.
La caída en el tiempo y el mundo, en el pecado, la pérdida de la Gracia, constituye nuestra experiencia esencial. Aquí el mito judeocristiano no miente. Simplemente traduce en imagen y fábula una verdad fundamental. Hemos caído. Hemos sido arrojados del paraíso. Curiosamente, no tenemos memoria del infierno, pero sí la tenemos del paraíso, pues lo sentimos y lo sabemos como una pérdida.
Insomnio, lágrimas, soledad, dolor de ser, angustia, duda, desgarradura, desesperación son palabras clave en la obra de Cioran. Obsesionado por Dios, pero contra Dios y toda su obra, admirador de los santos y sus lágrimas tan inconsolables como inapelables (“las lágrimas son el criterio de verdad en el mundo de los sentimientos”), el conformista desesperado confiesa el inconveniente de haber nacido, la desgracia de haber vivido. A la filosofía, prefiere la música, la mística y la poesía. Frente a los grandes sistemas, sólo cree en una filosofía de los momentos únicos. Nos dice que creer en la filosofía es un signo de buena salud, pero lo que no lo es, es ponerse a pensar; que el límite de cada dolor es un dolor aún mayor y que el deber de un hombre solo es estar aún más solo.
“La obsesión divina es incompatible con el amor terrestre. No se puede amar apasionadamente a la vez a una mujer y a Dios. La mezcla de dos eróticas irreductibles crea una oscilación interminable. Una mujer puede salvarnos de Dios, igual que Dios puede librarnos de todas las mujeres (…) En el fondo, no hay más que Él y yo. Pero su silencio nos anula a los dos. Es posible que nada haya existido nunca. Puedo morir con la conciencia tranquila, pues no espero ya nada de Él. Nuestro encuentro nos ha aislado aún más. Toda existencia es una prueba suplementaria de la nada divina”.
En épocas como la nuestra, de sólidas incertidumbres y pronósticos desastrosos, de calamidades y pandemias, de crisis global del capitalismo tardío –tal vez el último de los sistemas posibles-, de pánico en las bolsas, indignación en las plazas y desesperanza en los hogares, hay quienes temen al colapso final de la civilización humana. Les obsesiona, les aterra la manera en que podría ocurrir. Al margen de profecías bíblicas y de mesianismos delirantes, se preguntan cómo ocurrirá el fin de todo lo humano. Suponen una insólita, inimaginada combinación fatal de elementos naturales, humanos y sociales. Un nuevo Chernobil o Fukushima, cien, mil veces más devastador. También el antiprofeta, el antimesiánico Cioran prevé el fin de todo, pero no se preocupa en absoluto por la manera en que ocurrirá. Porque si en algo cree este hombre que no cree en nada, es en lo terrible del porvenir y en el porvenir de lo terrible:
“Un día el mundo, esta vieja chabola, acabará por derrumbarse de una vez. Nadie puede saber de qué manera, pero ello no tiene la menor importancia, pues desde el momento en que todo carece de substancia y la vida no es más que una pirueta en el vacío, ni el comienzo ni el final prueban nada”.
El que sepa dudar, que dude.