Cioran es un escéptico lúcido y paradójico que no para de hablar (de escribir) de Dios -de Él, del Solitario- para atacarle de frente o convertirle en problema insoluble. En su libro De lágrimas y de santos, sus aforismos se nutren de atrevidas paradojas, que nos recuerdan el tono blasfematorio de Nietzsche:

“¡Imposible amar a Dios de otra manera que odiándolo! Si probáramos su inexistencia en un atestado sin precedentes, nada podría nunca suprimir la rabia –mezcla de lucidez y de demencia-  de quien necesita a Dios para aplacar su sed de amor y con más frecuencia de odio. ¿Qué es Él sino un instante en el umbral de nuestra destrucción? ¿Qué importa que exista o no si a través de Él nuestra lucidez y nuestra locura se equilibran y nos calmamos abrazándole con una pasión mortífera? (…)  Cuanto más atrevidas son las paradojas sobre Dios, mejor expresan su esencia. Las propias injurias le resultan más familiares que la teología o la meditación filosófica. Dirigidas contra los hombres, serán irremediablemente vulgares o no tendrían consecuencias; el hombre no es en absoluto responsable, dado que su creador es la causa del error y del pecado. La caída de Adán es ante todo un desastre divino”.

Cioran practica una especie de antiteología, de teología atea, negativa, invertida, un pensamiento que, lejos de prescindir de su objeto supremo, lo afirma para negarlo, lo asume para desapropiarle, para expropiarle, para desemantizarle, si se quiere. La blasfemia es una suerte de oración al revés, como dice Antonio Machado. No es que el hombre proyecte y magnifique en Dios sus propias cualidades; es que Dios proyecta en el hombre propia su miseria, su carencia de plenitud, su imperfección suprema.

“El Creador ha proyectado en el hombre todas sus imperfecciones, su podredumbre y su decrepitud. Nuestra aparición sobre la tierra debería salvar la perfección divina. Lo que en el Todopoderoso era “existencia”, infección temporal, caída, se canalizó en el hombre, y así Dios ha salvado su nada. Gracias a nosotros, que le servimos de vertedero, Él se halla vacío de todo. …De ahí que cuando injuriamos al cielo, lo hagamos en virtud del derecho de quien lleva una carga ajena. Dios sospecha lo que nos sucede –y si envió a su Hijo para que nos quitara de encima una parte de nuestras penas, lo hizo no por compasión, sino por remordimiento”.

No es posible asumir la vida y, a la vez, abrazar a Dios. La incompatibilidad entre ambos términos es radical. Aspirar a la vida exige renunciar a Dios: “Todo lo que en mí aspira a la vida exige que renuncie a Dios”.

Aparte del inmenso goce estético que nos procura, la lectura de la obra de Cioran nos invita a reflexionar intensamente sobre los grandes interrogantes. Si algún provecho podemos sacar de ella para nuestra alma agitada, creo que es este: hallar hoy mismo, o mañana temprano, unas horas de meditación solitaria para revisarnos y vernos claramente como frente a un espejo. Si hay una ocasión que no debemos perder es la de volvernos más lúcidos, más agudos, más críticos. La lucidez descarnada es un instante de revelación único que no tiene precio. Lucidez extrema y desengañada que, paradójicamente, imposibilita la vida, el vivir, el actuar. Desengañémonos: no se puede ser lúcido y a la vez vivir con inocencia.

No hay que reincidir en etiquetas y lugares comunes. No se trata de ser optimista o pesimista, que sólo son actitudes ante la vida, ambas igualmente legítimas y vanas. No llamemos al rumano pesimista amargado. De lo que se trata es de ser lúcido, y punto, y Él lo fue, hasta el exceso, hasta la demasía. Las religiones nos prometen recompensa celestial, eternidad; las ideologías políticas, el cielo en la tierra, un futuro mejor, un porvenir brillante, progreso y modernidad. Pero no hay que creerles en absoluto. Hay que dudar y desconfiar siempre.

Cioran sabe perfectamente que nunca perderemos por completo las ilusiones, que necesitamos de ellas para sentirnos vivos, que el hombre es el animal que sueña y vive de ilusiones, que el discurso del mundo las fabrica todo el tiempo. Nunca llegaremos a desengañarnos del todo. Aunque los años tornen a uno descreído y se aprenda a desconfiar de las iniciativas del ser humano -pues se sabe bien adónde llevan-, nos es imposible renunciar a ilusionarse.

El mundo nos hechiza, nos cautiva, nos fascina con sus luces, sus objetos y sus criaturas brillantes y ruidosas, sus ideas y creencias, sus sistemas y dogmas, sus ilusiones y fantasías, sus fiebres y delirios. Es preciso romper el hechizo, el encanto, liberar el alma cautiva, despertar del sueño y estar atento, alerta. Es preciso desaprender. Des-fascinarse. Hay que escuchar al corazón, a la carne, a la sangre. Experto en todo tipo de artimañas y triquiñuelas, el espíritu nos engaña, nos miente, nos induce a error: nos invita a creer. Pero el instinto, la memoria y la propia experiencia de la vida nos salvan: nos llevan a descreer, a dudar, a practicar una suerte de desconfianza vital que es al mismo tiempo saludable y nociva. Pues si la vida es farsa y simulacro, engaño continuo, autoengaño incluso, la lucidez –escéptica por necesidad- es un ejercicio de desengaño. El escepticismo consiste en ese despertar del sueño dogmático de los grandes sistemas filosóficos y las verdades absolutas. Es, en suma, un ejercicio de des-fascinación.