La actual la lucha contra la corrupción y la impunidad, encarnada por el Movimiento Verde, está configurando un antes y un después en el manejo de la cosa pública. Sin embargo, como toda lucha política/social es una lucha entre la continuidad y el cambio, en la cual resulta muy difícil que el segundo se imponga sobre la primera sin que este deje de persistir por largo tiempo y, a veces, lograr revertir el eventual y/o coyuntural triunfo del cambio. Este aserto viene a cuento al observar cómo algunos, escudándose en ambiguo principio de la ética del deber y otros en el cinismo político, se han prestado a salir en auxilio de un gobierno disoluto y corrupto.

Definitivamente, la abyección, la podredumbre moral han hecho metástasis en la sociedad dominicana y es precisamente esa circunstancia a lo que apuestan los personeros y estrategas de este gobierno para que la continuidad de la estructura de su poder basado envilecimiento de la gente persista y cierre toda posibilidad de cambio. Este poder ha logrado crear una suerte de ejercito de reserva a su servicio, integrado por gente que se prestan a vender su conciencia, su talento o sus servicios al poder desde sus posiciones eclesiales, desde sus medios de comunicación y de ejercicios profesionales. A ese propósito, el informe que dan los integrantes de la comisión que investigó la licitación de Punta Catalina, y mas que eso, las razones por lo cual se escogieron sus integrantes constituye un lastimoso ejemplo.

Antes de que se formara esa comisión, dos consultores que anteriormente fueron en extremo sistemáticos y fieros opositores al colectivo político que hoy gobierna y a los que posteriormente se le sumo un tercero, hicieron el trabajo sucio que sirvió de base a la elaboración y justificación del informe evacuado por la referida comisión. Con semejante actitud estos consultores, más que de cinismo político dieron muestra de una abyecta variante de sicariato: el sicariato intelectual al servicio de un poder que no para mientes para mantenerse y reproducirse. La actitud de algunos integrantes de esa comisión no dista mucho de razones que impulsaron esos consultores a realizar su acción, a pesar de que aquellos podrían decir que actuaron en nombre de la ética del deber.

La ética del deber se refiere a la realización de una determinada acción por el impulso de un imperativo ético de parte de quien la hace, independientemente de los resultados de la acción y sin esperar ningún beneficio moral o material. Los comisionados dicen haber actuado en marco de sus intimas convicciones, de lo que entienden el bien; pero ninguna acción puede ser juzgada al margen de sus resultados y en este caso, la esencia del resultado del informe estuvo condicionada en su elaboración y publicación por quienes fueron contratados para elaborar ese informe y esas conclusiones. Clamorosa falta de ética.  En tal sentido, la ambigüedad que podría atribuírsele a la llamada ética del deber se expresa como una suerte de cinismo/eclecticismo de parte de algunos de los comisionados, en otros es expresión de caradurismo puro y duro.

Las inconsistencias del informe de la comisión han sido ampliamente demostradas por expertos en el tema con argumentos propios del saber científico, pero basta con un mínimo de saber popular o empírico para poder identificar esas inconsistencias y esas las conocen todos los miembros de la referida comisión. A algunos les sobre el saber científico y a otros el saber popular, por lo cual, si se está consciente de esa circunstancia, refrendar un informe de esa catadura, más que por el imperativo que genera la ética del deber se hace por el imperativo de cumplir una urgencia, o mejor, un mandado del soberano, del Presidente. Eso es cinismo político de la peor estofa.  Un lastre moral que algunos tendrán que explicárselo a sus familiares y a sus descendientes.

El mismo lastre moral lo llevan también aquellos que, igualmente conscientes de las inconsistencias, omisiones, tergiversaciones y manipulaciones de la verdad contenidas en el informe de marra, lo asumen en defensa de sus posiciones en el gobierno, por su condición de bocinas o para hacerse gracioso con el poder y los poderosos. Un lastimoso ejemplo de cómo el cinismo y/o la abyección pueden vestirse con el ambiguo traje de la ética del deber a la que apelan algunos.