No se trata de filosofar sobre la trivialidad. Ni de hacer un elogio a lo simple. O de rellenar el espacio cuando el articulista no ha logrado pescar un tema apasionante. Se trata de volver la mirada al amor y la ternura y al grito que nos recuerda nuestra responsabilidad por el otro ahora en tiempos de coronavirus. Se trata de compartir la historia de Chester Rodríguez, quien es adoptado y se integró a nuestra la familia cuando tenía dos años.

Desde entonces cuenta con protección en nuestra casa. Hemos tratado de hacerlo sentir que encontró el hogar que perdió. Desde su llegada hemos sincronizado nuestras biografías. No sabemos quién debe agradecer la presencia del otro.  Si él, porque encontró el hogar perdido o nosotros, que encontramos una oportunidad para pagar deudas y solidaridades por todos los actos de amor recibidos de parte  de conocidos y desconocidos, de vecinos y extraños. Y muchas nos quedan pendientes con los hombres, nuestros hermanos.

Mientras mi esposa Pilar trata de educarlo, yo en cambio soy más flexible. Celebro sus travesuras para hacerle olvidar sus soledades y su desarraigo.  A lo uno y a lo otro Chester responde con gestos de agradecimiento, que expresa con su mirada que nos recuerda que es más grato compartir la presencia  con los otros que sumirse en los retiros egoístas en nombre del derecho al silencio.

Yo no soy el primero en contar este tipo de encuentros. Cuento mi encuentro con Chester Rodríguez, mi leal Golden Retriever del cual no soy su dueño porque es libre. Como Neruda contó el suyo “Mi perro me miraba, con esos ojos más puros que los míos, perdía el tiempo pero me miraba, con la mirada que me reservó, toda su dulce, su peluda vida, su silenciosa vida, cerca de mí, sin molestarme nunca, y sin pedirme nada”.

Como lo cuenta  Antonio Gala, fecundo novelista y escritor español, en su libro “Conversaciones con Troylo”,  que recoge    una serie de artículos publicados en El País Dominical y recrea mediante una serie de charlas (imaginarias) que el autor tiene con su mejor amigo canino, un Teckel llamado Troylo con quien habla sobre la vida, la sociedad humana, la política, la economía y los temas sociales. El nombre de 'Troylo',  fue sacado de un pasaje de Shakespeare.

O como Adela Cortina afamada filósofa española contemporánea, que ha visitado  varias veces el país, que en su libro “Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos”, sostiene que los animales tienen un valor interno y tenemos obligaciones hacia ellos. Y más obligación con los hombres, nuestros hermanos, que al decir de Benedetti, “alguna vez ladran  por no llorar”.

Quien se habitúa –dirá  la filósofa- a no ser compasivo, agradecido y responsable con los animales acaba no siéndolo tampoco consigo mismo ni con los demás hombres. Tenemos deberes indirectos hacia los animales, actuar de manera cruel con ellos implica una falta de humanidad. Chester Rodríguez nos ha enseñado humanidad, nos ha enseñado a amar a las personas.

O como Benedetti que en su cuento “El hombre que aprendió a ladrar”,  refiere que  Raymundo le pregunta a  su amigo Leo que si ladraba bien. Leo le dice “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano.”

Por su parte John Gray, considerado uno de los pensadores más importantes de nuestro tiempo, que en su libro “El silencio de los animales”, sostiene que los seres humanos son el vacío contemplándose a sí mismo. Y se pregunta: ¿por qué otorgar  este privilegio sólo a los seres humanos? Otras criaturas pueden tener “ojos más brillantes”.

Ahora en los tiempos pesarosos y lacerantes del COVID-19, la historia de Chester,  de Troylo y del hombre que aprendió a ladrar, llama a humanizar nuestra bestialidad  que contamina la soledad y el dolor de los maltratados por la pandemia. Y que invita a escuchar los gritos contra las  ausencias de fraternidad, de compasión y de amor al prójimo.

El COVID-19 nos proporcionará muchos gritos y muchos silencios. Si ya no se cultiva el silencio es porque admitir su necesidad hace necesario aceptar nuestra propia “inquietud interior”, condición que en otro tiempo se entendía como fuente de tristeza y que hoy se valora como una virtud. Entonces, hablar cuando hay que callar es perturbar esa quietud.

Perturbemos la quietud contaminada de los insensibles, quienes sean,  que no aman a sus hermanos ni otras cosas digna de amor. En tiempo de COVID-19,  perturbemos las falsas caridades de aquellos que se resisten a mirar el sufrimiento de los demás y a  asumir la responsabilidad por los otros.