Hoy, 3 de diciembre se celebra el día internacional de la discapacidad, adoptado por las Naciones Unidas en el año 1992. Esta efeméride nos permite recordar que a pesar de los numerosos adelantos en medicina y tecnología, alrededor de un 10% de la humanidad vive con algún grado de discapacidad, dentro de las cuales, la discapacidad intelectual suele acarrear un número significativo de inconvenientes.

El siglo XX nos llevó muy lejos en el traspaso de barreras humanas. El advenimiento de prodigiosos avances en la medicina como el descubrimiento (1928) y posterior sistematización del uso de la penicilina, la introducción del uso masivo de la píldora anticonceptiva (1960) y el éxito de varias campañas de vacunación contra la tuberculosis (a partir de los años treinta) y el polio (a partir de la década de 1950),  enfermedades que solían tener largas y graves consecuencias, nos confirieron un portentoso sentido de libre albedrío, dominio del destino, fortaleza y, lamentablemente, en ocasiones, de desprecio a la debilidad.

Afortunadamente, en ese mismo siglo XX, antes de la propagación del coronavirus y sus estados asociados de ansiedad, precariedad y estrés colectivos que conocemos ahora y que nos dejan vulnerables a todos, varias personas trabajaron por el rescate de la dignidad humana independientemente de nuestro grado de poderío y capacidad.

Entre los que trabajaron por el rescate de esa dignidad han tenido un rol destacado los canadienses, quienes en 1992 organizaron una conferencia internacional para ministros responsables del estatus de las personas con discapacidad y que fueron tan compromisarios de esa visión que luego surgió el denominado “Modelo de Quebec” o “Modelo de la concientización de la discapacidad” en el que se propone que, dentro de sus respectivas competencias, los agentes públicos deben ser capaces de identificar y actuar sobre los obstáculos ambientales para transformarlos en facilitadores de la expresión de todos, es decir, un modelo que busca la responsabilidad individual y colectiva frente a la inclusión.

Mucho antes que ellos, en el año 1964, otro canadiense, Jean Vanier, inició un camino que hoy día ha proliferado en la federación internacional El Arca compuesta por asociaciones que tienen por misión dar a conocer los dones de las personas con discapacidad intelectual, revelados a través de relaciones donde todos nos transformamos.

Hay asociaciones El Arca en los cinco continentes.  El capítulo dominicano fue establecido en 1984 gracias a la acogida inicial que le dieran la Universidad Pedro Henríquez Ureña, la Asociación Nacional de Rehabilitación y la Imprenta Amigo del Hogar. Yo me integré a él desde hace casi una década. En estos meses de pandemia tuvimos la oportunidad de ver un ejemplo concreto de la posibilidad de transformación por la convivencia. Durante el despliegue de las primeras olas de vacunación masiva, cuando solo se llegaba a personas mayores de ochenta años, uno de los aprendizajes que tuvieron los ejecutores de la puesta en marcha de la campaña fue a flexibilizar los criterios para incluir a personas altamente vulnerables.

Gracias a la visión de ese personal, los integrantes de la comunidad El Arca en la República Dominicana pudieron recibir atención antes de tener la “edad correcta”. Suena a poco, pero fue una demostración palpable del respeto a la dignidad que exhibió el personal que los atendió. Sin llamar a supervisores, asumieron la decisión de cuidar a quienes reconocían como iguales y vulnerables a la vez. Un hermoso gesto que todavía hoy agradecemos.