Llegado a este punto, lo real (si puede llamarse así) responde a una especie de ironía. Esta ironía apunta a la presunción de los seres que se alimentan de la ilusión feroz de la existencia. Ya que ésta no es más que una estructura hinchable, semejante a la panza de Ubu, que se dilata en el vacío y acaba por estallar en la nada. La ironía está en todos los procesos verbales extremos, en todos los procesos de involución, de hundimiento o rescate, de inflación, de deflación, de reversibilidad. Ironía que no se ríe de la negación, sino de la positividad vacía, de la banalidad exponencial, hasta que el proceso se invierte de sí mismo y recupera el esplendor vacío.

Así, podemos ver la deconstrucción de aquella pasión desmesurada por convertir a la poesía en el significado último y total del mundo. Ahora bien, si escribir es asumir el silencio y no el juego, Cayo Claudio Espinal lo que busca es otra escritura: su revés y su reconstrucción. Para lo cual, hay que no escribir sino desescribir; no decir sino desdecir.

Es la operación que Cayo Claudio inicia sobre todo en Banquetes de aflicción (1979). Este libro, sabemos, es central en su obra; está también al comienzo de una nueva exploración del lenguaje que la literatura hispanoamericana -no sólo la poesía- ha intentado practicar a partir de los años setenta. Así, al poder inicial de esta experiencia sucede la duda ante el poder, pero también 'el combate con la palabra y la búsqueda del lenguaje que pueda fundar una nueva realidad no como expresión de ésta (¿no se ha perdido su sentido?), sino como una invención o su revelación. Todo el libro, pues, se presenta como un reto; no es difícil intuir que también, como una violencia contra nuestros rancios hábitos de lectura.

En efecto, el redoblamiento no llega a anular al poeta; toda interrogación lo conduce a un acto creativo metatextual. En el seno de este acto y más allá de él, asistimos a un fuerte empuje hacia la resignificación de las infraestructuras lúdicas de la vida. El ocio, Juego-Espectáculo y el humor afirmación de la vida, se convierten conjuntamente en la orientación y el sin-sentido verbal en relación a una estética hipertextual. Dicho de otra forma, magia y misterio deifican literalmente lo imaginado: ritos, cultos, templos, tumbas y catedrales, los más sólidos y evanescentes monumentos humanos y mitológicos, atestiguan este ambicioso proyecto. Entre los sucesos narrativos por una parte y la invocación a los espíritus por un hechicero, por otra, los procesos intergalácticos y sincréticos atestiguan un pantagruelismo cruel. El poeta trabaja una esquizia de rechazo para designar el movimiento negativo de separación excremencial del mundo y la vida del hombre con respecto a su mundo.

Hay que entender este rechazo como selección entre una masa hostil de elementos de escritura en relación directa con la práctica textual de Occidente. El autor se proyecta en sus antihéroes, especialmente en las contrafiguras criollas, orientales, africanas, a la manera de un poseído por los espíritus. La creación literaria aquí es un fenómeno llamado semizar (expresión etíope que corresponde a una forma de simulación a caballo entre el espectáculo, el juego y la magia), del cual nace un referente ectoplásmico proyectado y objetivado como universo imaginario.

Este universo cobra vida a través del lector si éste es, a su vez, poseído, es decir, si se proyecta en los personajes y se identifica con ellos, si vive en ellos y ellos viven en él. Se produce un desdoblamiento del lector (o espectador) en los personajes y una interiorización de los personajes en el lector (o espectador), desdoblamiento e interiorización simultáneos y complementarios, que actúan según los juegos de fuerzas incesantes y variables (Ver La trampa que no concluye, el humor traslada los disfraces. Teatros con coda, pp. 93 y siguientes).

Estos juegos intertextuales, que aseguran la participación estética de otros actores en los universos imaginarios son, a la vez, una puesta en abismo. En esos actos se injertan las participaciones y las consideraciones artísticas que se refieren al estilo deseado de la obra, su originalidad y su recomposición crítica. Diciéndolo de otra manera: no definimos la estética (y así lo asume el autor), como la cualidad propia de las obras de arte, sino como un tipo de relación siniestra mucho más amplia y fundamental.

El intercambio entre lo real y lo imaginario que se opera en el modo estético de La Mampara, es (degradado o sublimado) el mismo intercambio que se da entre el "ser-ahí" heideggeriano y la autorreflexión especular a través de la cual esta obra se deconstruye en virtud de su propia existencia, su separación de la realidad empírica, su divergencia como signo, del significado, cuya existencia depende de la actividad sígnica constitutiva.

La pregunta, es en efecto, fundamental, e irónico el cuestionamiento, puesto que termina por llevar la crítica, conforme a su objeto, a su verdadero estado de crisis. Lo que se interroga, pues, no es el aspecto contextual o referencial del texto, los aspectos históricos que podrían o no justificarla, sino algo paradójicamente más revelador: su construcción.

A lo largo de la historia, la poesía ha derivado fuera de ese hecho. La literatura ha derivado fuera de la mitología; desde hace algunos siglos, la música, la arquitectura y la pintura se han ido desgajando a grandes bloques como lo ha asumido Cayo Claudio Espinal; la finalidad ritual o de culto de las obras se ha ido atrofiando o ha desaparecido progresivamente para dejar paso a un goce propiamente estético. A veces, incluso, los significados imaginarios desaparecen.

Todo un sector de los intercambios entre el mundo real y el imaginario se efectúa en el mundo moderno sobre moldes estéticos: a través de las artes, los espectáculos, el teatro, las novelas y las llamadas obras de imaginación. El debate de Cayo Claudio Espinal con su cultura no termina, ni podrá terminar nunca del todo: las propias búsquedas de su poesía se lo imponen. El exceso aventurado de una escritura que ya no es dirigida por un saber ni se abandona a la improvisación. El azar o la tirada de dados que abren este texto no contradicen la necesidad rigurosa de su disposición formal y de la regla, del programa, de su resto y de su exceso.

Ese juego no se llamará aún, como dice Jacque Derrida (I978), literatura o libro. Este texto exhibe, la cara negativa y atea (fase insuficiente, pero indispensable del vuelco), la cláusula final del mismo proyecto que se apoya ahora en la encuadernación del libro cerrado como cumplimiento soñado y conflagración cumplida.