Esa continuación que es ruptura, esa ruptura que no  interrumpe, esa perpetuidad de ambas, de una interrupción sin detención, de una prosecución sin término, ni progreso de un tiempo, ni inmovilidad de un presente, perpetuidad que no perpetúa nada, que no dura, que no cesa, retorno y desvío de una atracción sin atractivo. ¿Es esto el mundo? ¿Es esto el lenguaje? ¿El mundo que no se dice? ¿El lenguaje que no tiene que decir el mundo? ¿El mundo? ¿Un texto?

De esta restricción ¿acaso debemos concluir que estamos en un momento de cambio -el de la necesidad de transformar la literatura dominicana- en que, en vez de nuestro lenguaje, por el juego de su diferencia hasta ahora replegada en la simplicidad de una visión e igualada en la luz de una significación, se desprendería otro tipo de exteriorización, la que sería tal que, en este hiato abierta en ella, en la disyunción que es su espacio, cesarían de habitar esos huéspedes insólitos y muy frecuentes, poco tranquilizadores a causa de tanta tranquilidad, y seguros, disimulados, pero cambiando sin cesar la máscara, la divinidad en forma de logosel nihilismo a manera de razón?

El mundo, el texto sin pretexto, el entrelazamiento sin trama ni textura. El mundo de Cayo Claudio Espinal, si no se entrega en un libro y, menos aún, en este libro que lo impone la infatuación de la cultura bajo el título de La Mampara, es porque nos llama fuera de ese lenguaje que es la metáfora de una metafísica; habla donde el ser está presente bajo la luz doble de su representación. De aquí no resulta que ese mundo sea indecible, ni que pueda expresarse en una manera de decir.

Sólo nos advierte que, si estamos seguros de no tenerlo nunca en un habla ni fuera de ella, el único destino que conviene entonces es que, en perpetua continuación, en perpetua ruptura, y sin tener más sentido que esta continuación y ruptura, el lenguaje, ya sea callando o hablando, juego siempre cumplido, siempre frustrado, persiste indefinidamente sin preocuparse por tener algo -el mundo- que decir, ni alguien para decirlo. Como si no tuviera otra oportunidad de hablar del desgarramiento del mundo más que hablándose a sí mismo de acuerdo con la exigencia que le pertenece, es decir, la de interrogar sin cesar y, de acuerdo con la exigencia que es la de la diferencia de planos, difiriendo siempre de hablar. ¿El mundo? ¿Un texto? El mundo remite el texto al texto, igual que el texto remite el mundo a la parodia que el poeta hace del mundo. La Mampara es sin duda una metáfora, pero, si pretende no ser la metáfora del ser y su crítica, tampoco es la metáfora de un mundo liberado del ser. A lo sumo, metáfora de su propia metáfora.

Interpretar: lo infinito: el mundo. ¿El mundo? ¿Un texto? El movimiento de escribir en código paródico o reír? ¿Qué es lo que eso quiere decir? Una vez que esa haya reconocido en principio que en este libro a totalidad virtual de la experiencia, del sentido, de la historia, de los simbólicos, de las lenguas de las escrituras, el gran ciclo y la gran enciclopedia de las culturas, de las escenas y la ontología, la suma de las sumas en suma, tiende a desplegarse a reconstruirse jugando casi toda su combinatoria, la escritura que busca ocupar todos los lugares, la hermenéutica totalizante que constituye el objetivo de La Mampara, como topos total y visionario, se encontrará ante lo que yo vacilo en denominar un afecto dominante, un pathos, un tono que re-traviesa todos los otros y que, por lo tanto no forma parte de la serie de los otros, ya que viene a remarcarlos a todos, a unirse a ellos sin dejarse adicionar o totalizar, de manera a la vez cuasi-transcendental y suplementaria. Y, es ciertamente, el reír el que sobre-señala no la totalidad de la escritura, sino también todas las cualidades, modalidades y planos expresivos del libro.

Partiendo de este presupuesto esta pesquisa pretende todo desenmascaramiento. Hemos de saber—afirma el autor—“que no es tan fácil llorar en el plano maravilloso por el simple hecho de desearlo, sobre todo cuando hábilmente se nos inclina a despedazarnos riendo”, “Cuantos lloran sólo porque no acaban de explicar lo contradictorio de La Mampara, en la cual reposa una anormalidad peor que la oscuridad, quizás un ocasional arlequín-Gobernador dirige ocultamente la fiesta, ondean sus inexplicables cargas y sus juegos de barajas paródicas vuelan, prestidigitador de colores y objetos caprichosos" que vagan en sus referencias (pág. 183).

Sin embargo, en el plano poético, esta opción ya no existe. Escribir es crear formas, establecer un orden o una inteligibilidad en lo vivido. Pero ni ese orden ni esa inteligibilidad son la vida misma; por el contrario, todo lo que es configurado por una forma pierde su intensidad, su sentido, se congela o cae en el vacío ¿no tiene, justamente, este poema algo de ilusorio? La palabra, pues, intenta dar vida y, más bien, parodia lo que nombra; o lo que es lo mismo, todo es autodesplazado y lo que queda es un trazo terrible de ruptura sin límites. Precisamente es esta ambigüedad la que encarna el texto; la encarna, pero, por supuesto, para hacer más visible los códigos que encierra.