Poner en duda, o aun, negar los poderes de la poesía y, sin embargo, construir una obra, muchas veces ilimitada, no es una simple inconsecuencia que conduce a una paradoja. Traduce, más bien, la contradicción inherente a la posición del ser en el mundo. La conciencia de lo que no puede conquistar no reduce, aun estimula, su voluntad de intentarlo. En otras palabras, esa aparente paradoja traspone en el plano estético lo que todo poeta, animado por cierta lucidez, vive en el orden de la existencia misma: el reconocimiento del vacío e, inversamente, la vocación de lo absoluto, de lo permanente y de lo pleno.

La Mampara. En el País de lo Nulo (2002), de Cayo Claudia Espinal, es una obra de ese linaje; abolición y a un tiempo apoteosis de la poesía. Ésta es una obra que rompe con cualquier tipo de clasificación. Una experiencia sumamente ambiciosa y compleja. De difícil decodificación en torno a una visión antirretórica y crítica.

La concentración del lenguaje sobre sí mismo y su autoparodia, el juego de simetrías, contrastes y relaciones, el ordenamiento de sus partes y hasta el tejido de sus implicaciones superpuestas van originando diversos planos de lectura, que hacen de este texto una pieza excepcional en la poesía dominicana. Conceptual y hasta discursiva a veces, es el rigor de su progresión imaginaria, lo que la aleja del poema simplemente expositivo; el rigor y cierta especulación científica a lo Valéry de saber combinar lo abstracto y la ciencia con lo sensible.

Por eso, su tensión no es sólo consecuencia de una pasión constructiva mayor. En esta pasión, creo, es donde reside la clave y la tensión épico-dramática del texto.

Al hacer de éste un objeto autosuficiente, al proponerlo como una arquitectura nítida y resplandeciente, Cayo Claudia Espinal pone de relieve, por contraste, la visión dominante en el texto: todo en el mundo es disolución, perplejidad, humor sin fin que lo va diluyendo todo, y a ello no escapa la poesía misma. Esta visión es un acto ambiguo sin alternativa, es decir, cualquier opción conduce a una experiencia radicalmente imposible.

Fragmentos, azar, juegos, enigmas. Cayo Claudia Espinal piensa y trabaja estas ideas en bloques. Su tentación es, entonces, doble. Primero, resiente una especie de dolor, errante entre los hombres, al verlos sólo en forma de restos, siempre despedazados, rotos, dispersos, en un campo de planos inciertos; por eso se propone, mediante el esfuerzo del acto poético llevar juntos e incluso, conducir hasta la unidad -unidad del porvenir- esos desechos, pedazos y azares del ser. Esto será el trabajo del todo, el cumplimiento de lo integral y demolición morfológica.

Pero su Dictum, su decisión poética, tiene también una dirección completamente diferente. Desrredentor y bufo del azar, tal es el nombre que el reivindica. ¿Qué significa esto? Salvar el azar no quiere decir hacerlo entrar en los flujos textuales; esto no sería salvarlo, sino perderlo. Salvar el azar haciéndolo parodia no sería salvarlo sin perderlo. Salvar el azar es ponerlo como azar pavoroso, que no podría abolir el golpe de dados y, asimismo, descifrar el enigma. ¿Acaso sería simplemente trasladar lo desconocido a lo conocido? O por el contrario, ¿quererlo como enigma en el habla misma que lo dilucida, es decir, por encima de la claridad del sentido? ¿Abrirlo a ese lenguaje distinto que no rige los planos textuales? Así, despojos y fragmentos no aparecen como los momentos de un discurso aún incompleto, sino como esta escritura de fractura, por la cual el azar, al nivel de la afirmación, permanece aleatorio y se libera el enigma de la intimidad de su secreto para escribirse, exponerse como el mismo enigma o Mampara de un secreto.

Es cierto que en el plano existencial la alternativa parece posible: creemos poder abandonarnos simplemente a la vida, que si bien es informe, compensa con su intensidad. No es más que una ilusión; la vida encierra el germen de su propia destrucción; no sólo a causa del tiempo, sino también, de la conciencia de vivir en estado de asombro, que ya no es simplemente vivir.