03(Salmo 121). Como león en asecho, la pandemia del COVID-19 llegó en la oscura noche del alma cargada de penas, dolores y lágrimas causando la muerte de prójimos cercanos y lejanos. Muy pocos son los que, solos o junto a otros, no han llorado más de una vez en estos meses de dolor que parecen eternos. ¡Cuántas lágrimas hemos derramado, en soledad y en compañía; en nombre de la fraternidad, la solidaridad y la compasión! 

Y el “dolor duele más” cuando es solo. Cuando no se puede compartir con los hermanos, que al tocarte, “abrazarte”,  realizan el milagro de curar el corazón del que sufre. Y el dolor duele más cuando nos quedamos sin “muros de lamentaciones” y sin “muros de esperanzas resucitadas”.

Y el dolor duele más cuando las Casas del Señor permanecen con las puertas cerradas. Impidiendo que aquellos que en  sus largos amaneceres llevan sobre sus hombros pesados sacos de  cansancios tristes puedan encontrar  un lugar de paz donde depositar la carga y luego regresar a sus hogares  con el alma nutrida y “recargada” de esperanza y consuelo.

Que no les pregunten a las autoridades sanitarias si las “Casas del Señor” deben permanecer cerradas por miedo al contagio y a la muerte. Preguntémosle con fe y humildad al mismo Señor. ¡Al mismo Señor! Sin embargo, no está de más preguntarlo. A los dueños de supermercados, bancos, cafeterías, colmadones y salones le dieron la autorización. ¡Creo que  las iglesias también merecen el debido permiso!

¡Que nadie responda por el Señor! Que nadie se atreva a decretar la apertura o el cierre de las iglesias y los templos sin consultárselo a él.  Él es el dueño de esas Casas. Que nadie responda por él sin antes oírlo y  sentirlo de cerca. La pregunta debe hacerse sin miedo, sin prisa y sin condicionamientos alejados de la fe. En voz baja. En recogimiento. En “aislamiento”. ¡En oración!

Porque el Señor no habla en alta voz. No responde en alta voz. Lo hace con ternura paternal,  con dulzura, con paz, con alegría (aun en “medio de la tormenta”). El Señor responde siempre, de cerca. Para dejarnos sentir  su divina presencia sanadora, como se la dejó sentir a aquella mujer que tocó su túnica y recuperó su salud. En un milagro íntimo, entre dos. Entre la enferma y el Divino Sanador (Mc 5:26-34).

Ahora en tiempo de pandemia y de grandes penurias nacionales necesitamos tocar la túnica del Señor. En silencio. Para sanar multitudes asustadas, entristecidas, olvidadas y hambrientas. En cuarenta, en aislamiento. Y de otros. Más generosos y compasivos,  que  como los médicos, enfermeras, laboratoristas, policías, militares, bomberos y socorristas arriesgan sus propias vidas para salvar las de otros.

Ahora en el COVID-19 necesitamos reunirnos de nuevo como “comunidad”, como “ecclessia” en la casa del Señor. No en la “parroquia virtual”. Necesitamos reunirnos de nuevo en la iglesia y en el templo vivos de nuestro barrio. Respetando las medidas sanitarias. ¡Pero en la Casa del Señor. Amparados con su protección sanadora!

Yo te lo pregunto Señor. ¿Quieres Tú que aquí en nuestro país se abran ya todas “Tus Casas”? De las cuales le prestaste las llaves (“Las Llaves  de Pedro”) a los papas, cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, profetas,  diáconos, catequistas, consagrados,  pastores, pastoras, ministros, ministras, obispos y obispas. ¿Acaso no tienen fe? ¿Acaso tienen miedo? ¿Acaso están distraídos?

Recuérdales Señor que tu Padre no tolera a los profetas y enviados tibios y de poca fe. Dios no quiere pastores, ni concilios, ni papas, ni cardenales, ni arzobispos, ni obispos, ni ministros, ni concilios, ni profetas que escondan su falta de fe detrás de una “mascarilla” o de muestren encadenada por una  orden de “toque de queda”.

Dios quiere ver el rostro franco de sus pastores al lado de sus ovejas. Dios quiere que los pastores huelan a ovejas (Lc 10:1).  Sobre todo en momentos como estos en que necesitan ser reconfortados. Dios no cierra la puerta de su Casa cuando sus hijos cuando más lo necesitan. ¡Cuando se cierran, entonces,  aparecen los “peregrinos”!

Señor, humildemente te ruego. Cuando tus siervos de todas las iglesias y templos del país, que los ministran en tu nombre, te pregunten: si ya deben abrirlos o dejarlos cerrados; ¡NO LES RESPONDAS SEÑOR! Ilumínalos. Prueba su fe. Déjale la respuesta a su propio corazón despierto. Sin embargo, ¡anímalos y fortalécelos!

Diles Señor que no teman abrirlas. Diles que Tú estarás a su lado cuando abran de nuevo Tu Casa. Diles que aunque aparentemente no te sientan, Tú estarás a su lado cuando  la tormenta amenace con hundir la barca (Mateo 8:25). Diles también que Tú eres un Dios compasivo y sanador, como te lo pidieron las hermanas de Lázaro. ¡Tú estuviste a su lado y lloraste con ellas! (Jn 11: 11-28).

Una última cosa te pido Señor. Cuando se abran las puertas de todas tus iglesias y tus templos de todos los rincones del país, y se repiquen las campanas, espéranos ahí. Bendícenos Padre. Quédate con nosotros. No te vayas. Míranos con ojos de piedad. “Abrázanos” como a tus ovejas que te aman. Y estando junto a ti, “con los  hermanos  cerca los unos de los otros” (Salmo 133:1),  permítenos elevar los ojos al cielo y cantar  como una sola familia con corazón gozoso: “Me alegré cuando me dijeron vamos a la Casa del Señor! (Salmo 121).