¡Hola! Te escribo sin poder apelar a algún motivo que nos vincule. Tal circunstancia hará más franca mi confesión, esa que vaciaré en este papel arrugado.

No soy tu fans. Perdí esos arrojos. A mi edad, pocas cosas me arrancan emociones delirantes. Sin embargo, haz logrado tu objetivo: atrapar mi curiosidad. No haré nada para saber quién eres, tampoco para acercarme a ti. Puedo hacer lo que otros “hombres maduros” quisieran: enviarte un mensaje a través de tu productor y darte tres noches en Miami en un hotel de cinco estrellas, y, si consintieras, hacer el chusco papel del “viejevo” en un romance escondido surtido de marcas, pompas y espumas. Lo siento, pero esa no es mi forma, mucho menos mi intención. Quizás con esta revelación decidas terminar la lectura; te pido, sin embargo, que reconsideres la decisión.

Me da pena tu vida. No sé cómo la soportas. Es heroico lo que haces: salir diariamente en un taxi al salón de belleza, ir la boutique a buscar la ropa prestada del intercambio publicitario, volver a la casa a darte los retoques faciales para estar en el estudio una hora antes; en fin, rodar en un fatigado carrusel de liviandades. Tu gran espectáculo es bochornoso: hacer de maniquí animado para un mequetrefe o “pachá” con ínfulas de Howard Stern o  Jay Leno.

Lo que haces en televisión es más básico que tu preparación rutinaria, tan fácil como moverte al compás de un ruido urbano mientras el lente de la cámara trepa por las dos caras de tu pelvis para avivar el decadente apetito de los cincuentones adinerados, esos prófugos de la flacidez, las arrugas y la apatía matrimonial.

Apenas te pagan el taxi y tal vez una comisión por la publicidad —esa que cae como gotas de suero a las cuentas de la producción— y la fantasía de una carrera de éxito más quimérica que un orgasmo senil. Encima de eso, tienes que tolerar a un productor que sueña humedades con tu trasero, los acosos de los ejecutivos del canal y las intrigas de tus fieras competidoras. Después del show, al filo de la medianoche, regresas a tu barrio llena de vacíos o exasperada por los gritos de un niño parido por tus ausencias que te encarará tu resentida maternidad.

Te harán pensar que no vales nada sin tus macizas nalgas, esa formación musculosa que colecta a diario las miradas más lascivas de la carne. Nunca permitas que ellas decidan por ti. Si aceptas su tasación, arruinarás tu vida. Lo que sigue es un pasaje generoso repleto de ensueños y frivolidades, pero serás un objeto desechable en manos del deseo. Nadie se fijará en tu alma, menos en tus afectos. A ningún verraco adinerado, por mucha clase que ostente, le importará un carajo el drama de tu vida, mucho menos tus soledades existenciales; te quiere para un “buen polvo” y nada más. No le creas a la lujuria, pues es un instinto serpentino que juega con las apariencias más tramposas con tal de arrinconarte en sus húmedos atracos; después, serás pan desechado por la hartura: una víctima más de la nueva prostitución del espectáculo en la que solo cambian los códigos.

¿Sabes? Hay formas más dignas y perdurables para trascender. Notarás que tu apetitosa lozanía perderá reflejo y que la fama es un vértigo momentáneo. En la televisión dominicana al verdadero talento se le retribuye muy pobremente porque, a diferencia de la “chercha” y el  “mambo”, la cultura “no vende”. Es una industria de la evasión anodina para entretener a los impensantes y aniquilar, con su tóxica oferta, el sentido autocrítico de su realidad; una pasarela vulgar de culos exhibidos como en una feria ganadera. Los subastadores son anunciantes, políticos, dueños de medios, ejecutivos de agencias, peloteros, banqueros y empresarios. A ellos poco les importa lo que haces en las luces, pretenden tu fogoso desempeño vaginal. No sueñes con ser su dama. Tu máxima aspiración no pasará de una “segunda base”. Sus esposas son una inversión en el mercado social de la imagen. Ese activo que importa tanto en la respetable sociedad del consumo. Al final, ellos volverán a su placidez y tú a tus miserias. Cuando descubras la sutil estafa, sentirás asco por tu vida. Peor cuando la chismografía farandulera empiece a contar tus amantes, a ingeniar injurias y a orinar en tus reputaciones. Entonces entenderás que una buena formación era tu cara de respeto y seguro de vida, porque la silicona nunca sustenta. Antes de seguir en ese camino, considera que el valor de tu vida no lo da tu cuerpo. Eres más de lo que aparentas.

Me aterra el triunfo de tu fracaso en las generaciones de muchachas que te miran como su ejemplo; adolescentes que, en poses sugestivas, ya muerden sus labios para Instagram o Facebook a la espera de que su cuerpo acredite, como currículo, centenas de “Me gusta”. Ahí está la tragedia. Sin proponértelo, tu elección impone un referente “exitoso” de vida para muchas de esas incautas que deliran con una noche en yate o un “weekend de mall”. ¡Por favor, vuelve a las aulas!