No es la primera vez que improviso un monólogo en forma epistolar. Lo digo porque presumo que si usted lee esta carta no la contestará. Pero, alentado por el optimismo más iluso, abandono mis prejuicios y me animo a escribirle.
Tuve la ocasión de conocerlo cuando yo le daba cátedra de derecho comercial a la que hoy es su esposa, para entonces una mulata garbosa con sonrisa donosa y finas maneras. Corría el otoño del año 1995. Doña Margarita cursaba la Maestría en Derecho Empresarial en la PUCMM. Recuerdo que apenas despuntaba su primera candidatura, aquella que algunos meses después le agració con la presidencia. Ya al frente del gobierno, me distinguía con habituales invitaciones a eventos oficiales. Nunca las honré porque soy una persona excéntricamente huraña, de reservada exposición social. Me provoca más disfrutar la tibieza de las intimidades sinceras.
Me dirijo a usted en uno de los momentos más adversos de su carrera política. Para hacerlo, he vaciado mi mente de todo prejuicio y mis emociones de cualquier crispación. Quiero hablarle como ciudadano; no tengo otra calidad más noble.
Señor Fernández, con una alegórica expresión muy suya, usted ha declarado su intención de volver a una cuarta postulación a la presidencia según “soplen los vientos”. Infiero que tomará una decisión iluminada por la prudencia. Sin presumirlo como un designio meramente retórico, creo que es muy sabio de su parte. Le escribo animado por el interés de que pueda aprovechar mis valoraciones en esa reflexión.
Le dirán que hablo por gente de palacio o el PRD (o M) o el PPH o el H2O o no sé por qué carajo. Me importa un bledo esas imputaciones, son inherentes a las infernales lides de nuestro primitivismo político
Sería patético asumirme por un minuto en su trance. Sinceramente no lo aguantaría. Es una disyuntiva personal muy tormentosa. Desoír el susurro sugerente que incita a probar la suerte de consagrarse como un miembro más de la dinastía Balaguer-Báez-Santana, demanda mucha entereza. Más, cuando las personas que se le acercan no lo hacen para aconsejar sino para dejar caer un halago viscoso o una húmeda lisonja con intenciones sutilmente retributivas. Decirle no al yo en circunstancias tan tentadoras es una dura prueba de hidalguía. Sin embargo, como una persona que nunca ha trillado una militancia partidaria, le sugiero afinar su audición para percibir el rumor de las corrientes contrarias sin tamizarlas por las tapadas redecillas de sus sacristanes.
Siempre he sujetado mis decisiones personales a una simple ecuación financiera: costo-beneficio; es decir, qué gano, qué pierdo. Como su círculo de adherencia personal y política tiene más interés que usted en el sí, me ocupo del no. Valoro el costo.
A pesar de que existen condiciones electorales inmejorables a su favor, a veces se pierde ganando. Y creo que, en su caso, esa sentencia de vida nunca ha ganado más sentido y pertinencia. Los que están a su lado no les serán sinceros. No le dirán, por ejemplo, que perdió la fuerza de seducción y que su discurso, además de predecible, es inverosímil porque detrás de cada palabra habrá una historia que la desmienta. Ningún líder puede mantener frescura durante 16 años si no es por coacción, imposición o por la holganza de sus gobernados. De llegar, lo hará por el imperio de las circunstancias políticas -que siempre le han dado buenos vientos- porque sus condiciones e imagen lucen tan consumidas como su rostro ¿Se ha visto solo en un espejo?
El reto suyo no es ganar sino mantenerse en el poder. Recuerde que usted llegó después que Balaguer tuvo que aceptar un recorte en su mandato. El estremecimiento social de entonces era convulsivo. La gente sencillamente se “jartó”. Esa realidad es aún más ominosa cuando se presenta en una sociedad abatida por una profunda crisis de esperanza, sobre todo si quien retoma el poder tiene una cuota sensible en esa pérdida. Sólo como ejemplo: la corrupción volvió a ocupar el primer lugar en las preocupaciones de los dominicanos. Me pregunto, ¿qué le dirá al país? Le ruego pensar más allá de las elecciones. No sólo es su suerte sino la de todos. Escuche otras voces y piense serenamente.
Le confieso que le temo a lo que pueda sobrevenir. Le puedo hablar en nombre de gente que, como yo, no participa ni tiene interés en la política partidaria. En la clase media pensante palpita un ambiente de rara indignación; en las redes sociales su nombre es agraviado de forma virulenta y obsesiva. Veo gente equilibrada exacerbada por la irritación.
Es posible que mis aprensiones sean escarnecidas por los que tienen interés en que usted retorne; para ellos es su inversión. Son parte interesada. Le dirán que hablo por gente de palacio o el PRD (o M) o el PPH o el H2O o no sé por qué carajo. Me importa un bledo esas imputaciones, son inherentes a las infernales lides de nuestro primitivismo político. Lo que me preocupa es ver gente medrosa que nunca ha hablado salir gallarda del silencio ¡y de qué forma!
Su actitud tampoco le ha ayudado. No recuerdo haberle escuchado admitir un error o pedir perdón. En sociedades democráticas existen protocolos implícitos de dignidad que le imponen al gobernante disculparse. Apenas hace pocos días lo hizo el jefe del gobierno español Mariano Rajoy por los escándalos de corrupción. El cúmulo de casos en sus pasados gobiernos ya no puede ser arropado. No siga tapando el cadáver, ya hiede. Admítalo. Le doy un buen consejo: no le dé esa oportunidad a sus enemigos políticos. Desármelos. Diga quién es quién en este barullo y delimite virilmente las responsabilidades, pero no busque acusadores en el desierto ni siga evadiendo el problema, que con ello lo único que conseguirá es ahondar la indignación social en su contra.
Usted y yo sabemos que su imagen internacional está sensiblemente maltrecha; no hay forma de recuperar aquellos tiempos de gloria. Bájese de ese pináculo que a usted, en esos altos centros de poder, le han puesto precio ¿Nos entendemos? ¿Verdad?…
Creo que debe entrar en un tiempo de inflexión en su discurso y actitudes. Su reivindicación como líder es más trascendente que la de presidente. Ya lo ha sido tres veces. Su horizonte debe ser la historia. Déle oportunidad a gente que espera espacios de realización política como la que le brindó generosamente Juan Bosch. Regrese a su partido, que ha perdido mística, raíces éticas, conexión popular e identidad ideológica. El sol no se ha mudado y la tierra sigue girando, usted ya no es presidente y nada ha cambiado. Usted ha leído bastante y escrito poco. Me sorprende la pobreza de su acervo productivo. Ocúpese de eso, que le sobra talento; aproveche el tiempo que la vida es soplo.
Si piensa volver al palacio para borrar huellas y encubrir mugres del pasado como forma de “reivindicarse”, créame que le irá muy mal. Debe reconciliarse ahora con su generación con una actitud sensible y humilde. Admiro su esnobismo por las maneras americanas. Emule las buenas prácticas de sus presidentes cuando han sido cuestionados; les hablan a su nación sin ambages y de forma oportuna. Recuerde que el primer juicio, el de sus contemporáneos, es el que mejor informa y persuade a la memoria de los tiempos.
Comparto con usted algunas dilecciones. Una de ellas es el amor por el béisbol de las Grandes Ligas. La carrera de Barry Bonds es profusamente aleccionadora. Arrebató el liderato de todos los tiempos en jonrones pero sin gloria y con una evocación aciaga en su fanaticada. Un record mítico quebrado por alguien que probablemente sus nietos nunca verán en Cooperstown. El problema de Bonds no fue el uso de esteroides; fue su ocultamiento. No hay otro día mejor para hacerlo, hable hoy. Mañana, si hay, le costará. Mis palabras son duras pero sinceras. Aprovéchelas que en su entorno escasean.