El ballet nos seduce, nos inunda de una afición poética; nos inunda de música y de lo visual como un fresco, cuya estética se forma como un río que sólo el ojo puede hacer memoria, sonido si se quiere, excepcional placer de los sentidos, torrente de movimiento, un diálogo limpio de vuelo intenso…

Así como buscamos definir el ballet, podemos definirlo en relación con la vida de una primerísima ballerina que hizo del ballet su arte amado, arte que no se pierde en el azar del tiempo. Carmen Heredia de Guerrero lo ha confesado en múltiples entrevistas que, el ballet es su arte amado, y le he tomado la palabra, porque  esa declaración suya nos ha hecho comprender, a través de sus crónicas y ensayos periodísticos críticos,  que el ballet es la joya de todos los géneros.

He coincidido con  Carmen Heredia en el Teatro, y la observé en una ocasión  a la espera de que se iniciara una función en la Sala Ravelo recogida en un silencio discreto, siendo espectadora, y crítica, y por supuesto, diletante del arte escénico. Su rostro transmitía una serenidad exquisita; sus sentimientos -creo pensar- eran una lluvia de nirvana, en un ambiente donde a veces somos anónimos, otras veces transeúntes, generosos espectadores o amables amigos de los actores.

En esa oportunidad  la percibí como una mujer que sabe reposar en su interior y permitirse sólo la riqueza que le da lo inmaterial,  la belleza de un instante sublime a través de la preeminencia de los dones del espíritu. La palabra “subir el telón, bajar el telón” debe haberla escuchado muchas veces,  en el fervor de una función, cuando se produce  la algarabía de los aplausos del público, en más de mil funciones,  en las cuales en su labor de  crítica  tiene ante sí la difícil tarea de explicar con ingenio si se cumplieron los anhelos idealistas del autor, si el plano de dirección alcanzó la meta trazada,  si la obra derivó en un buen montaje, y otros tantos puntos de vista, que sólo una persona erudita  puede ofrecer como enseñanzas.

Aquella noche, en que puede saludar  a Carmen Heredia de Guerrero,  junto a la Directora teatral Maricusa Ornes, era una de las últimas funciones de Master Class que interpretaba Cecilia García, en el papel de María Callas. Ella estaba allí sentada, en una de las filas de atrás, en el lateral derecho desde un ángulo en que su perspectiva de análisis crítico se vestía de agudeza, y se adentraba en el proscenio del carácter de la Diva. Era septiembre del 2011. Carmen Imbert-Brugal, llena de entusiasmo, cordialidad, y con el cariño de siempre,  nos había invitado a compartir con ella, y otras amigas, en complicidad, la presentación de esta obra en Santo Domingo.

Luego leímos su artículo publicado en el periódico HOY, y extraigo sólo esta línea de referencia sobre Cecilia García: “Estamos ante una talentosa actriz que se agiganta con el tiempo. Posiblemente hayamos presenciado la mejor actuación de su carrera”, y al leerlo lo creo. Es ésta una frase consagratoria afirmada y escrita, por una mujer conocedora de los temas filosóficos, estéticos, éticos, psicológicos en que se desarrollan los creadores-artistas.

Carmen, nuestra Carmen,  vio la luz del mundo en diálogo sublime con el arte, y en esencia trajo consigo el don del amor, no como una divagación lírica, sino con una intensísima presencia de Dios en su interior. Toda balleriana lo sabe, sólo Dios, la presencia de su áurea es un símil de ese ópalo de equilibro en majestad que la danza le permite a las criaturas del universo para evocar la plenitud que trae la vida cuando desde las agrestes rocas -y la caverna que todos llevamos dentro- se hace del lenguaje de los gestos una interpretación de epopeya,  como si fuese una flor silvestre descansada en la  pureza de los costados de la luna.

¿Por qué digo esto como intermezzo? Porque –creo- que no sé escribir sobre una persona a distancia. Necesito verla, conocerla, fotografiarla con la mirada, no representarla en sentido abstracto, sino presentarla en sentido humano, y en esta ocasión me aventuro a tratar de describir a Carmen desde su arte, y preguntarle: si en el ballet  los cuerpos expresan -a través del movimiento, y de los gestos-, quiénes somos en el momento en que nos acusamos de ser  desdichados  o nos confesamos felices? ¿Si el ballet rompe las barreras de las palabras, y las transforma en  voz de lo no-hablado? ¿Si la danza es un arrebato de fábula, júbilo y llanto, a la vez; una actitud de libertad en pugna con la pasión que trae la incógnita vida o una viveza ante el aliento de la divagación del tiempo; un punto donde se encuentran las almas en escorzo, la anchura del mundo en la nada cotidiana; ojos vivos, ojos puros,  inolvidable tensión entre lo real y lo soñado; andar alado por la música, lo inédito en los vaivenes del viento, plenitud de la levedad, hallazgo del todo o el porvenir como espasmo nocturno que muere en la tempestad?

… no obstante, mis preguntas, sólo quiero concelebrar el hondo valor de la amistad y ese reino que a ella la llena de plenitud, y sobre el cual ha escrito infinidad de páginas con sus sabias opiniones. Hoy, Carmen Heredia, celebramos contigo tu reino encantado del  ballet y del arte.