Antes de ser filosófica, la amistad pertenece al don del poema.

Jacques Derrida.

La noticia de la muerte, en el 2001, de Carlos Rodríguez me ha entristecido enormemente. Lo conocí en Santo Domingo, en 1982, durante los años de entusiasmo del taller literario "César Vallejo". No recuerdo ahora quién nos presentó; tal vez fue Mateo Morrison. En cambio, estoy seguro que el lugar de este primer encuentro fue la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Carlos andaba solo: mejor acompañado que su suerte.

Caminando en Nueva York

Vestía con desaire y hablaba con cierta timidez. Su porte y sus modales escondían una cierta hesitación. Ojos dilatados, a menudo velados por una sombra de melancolía y, en los labios, una sonrisa apenas. Él era un hombre de apariencia dura, voz fuerte y templada. Una voz que venía de lejos. Cambiamos algunas palabras y rápidamente, al descubrir que teníamos gustos, lecturas y opiniones semejantes, la conversación se convirtió en un mutuo reconocimiento. Al cabo de unas horas, éramos amigos. A ese primer encuentro siguieron otros, hasta que dejé de verlo y volví a encontrarlo, pocos años después en New York.

A pesar de la distancia nos mantuvimos en contacto. En cada viaje, suyo o mío, hablamos largo y tendido. Nuestra amistad fue una conversación pensante. Evocar ahora su memoria me conmueve.

Carlos y su hijo Vladimir

En cada instante de la existencia pertenecemos, con mayor o menor intensidad, a una u otra dimensión. En cualquier momento, "eso que socava el rostro" puede transformarse en dolor. Para Carlos, New York fue su consuelo y destrucción. Cada vez más un imposible, previo al desarraigo, solo, en una ciudad apasionada, con raspaduras en el alma. Si vivió en la nada, el tedio de todo y de todos, es porque él era un ser distinto a todo eso.

Carlos Rodríguez obtuvo en el año 1994 el Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía, libro único publicado en  vida del poeta.  Veinte años después,  la Editora Nacional, bajo la dirección del poeta León Félix Batista, editó póstumamente los libros “El West End Bar y otros poemas y “Volutas de invierno” (2005) y “Lago gaseoso” (2011).

Leamos algunos de sus versos:

"Hablo a media voz, sin alterarme", dice Carlos. "No melodramatizo… y supongo las implicaciones de lo enunciado…Me defino de tal suerte y en el currículo quien eres. Indiferente, señorial como las aves que se van y no

retornan. Discípulo, maestro posterior del arte de ensamblar el pensamiento y restaurarlo con los números… Vuelvo al punto… en cuanto a no querer abrir las arcas que contienen este crimen, y digo esto porque hay esto y hay aquello y hay mis cosas profanadas … Me explora la noche y eso es todo. Lo circular del momento, la exclusividad de la locura pondrá a dormir al intelecto, empaginado, supongo" (El ojo y otras clasificaciones de la magia, 1995, pág. 88 y ss.).

Carlos junto a una desconocida y el poeta puertorriqueño Pedro López Adorno (Hostos College, 1995)

Recepción interna del ser que se desgarra, pura creación inédita y fecunda. Nos descubrimos a veces capaces de crear, con pensamientos propiamente dislocados. Con enorme talento, en pleno desarraigo existencial, Carlos arriesgó en el texto su vida. Esa actitud la asumió sin estridencias ni poses.

Las últimas palabras son las palabras del poema. Tan misteriosas como un relato de amistad. Crecen o aumentan como la physis, ante cada palabra, antes de toda palabra, y efectivamente cuando aquella acude a la primera, es también la primera palabra del poema. Siniestra exaltación, pues habría que haber recordado a Carlos, entre tantas y tantas otras cosas, para ponernos en guardia si no fuese demasiado tarde. Quisiera contentarme con mantener vivo el talante de sus versos.

Carlos y Dorilda en Tiemann.
Carlos y León Félix Batista