Era temprano en la tarde de Triemly, un suburbio de Zurich, en pleno verano, las flores azules, ordenadas y sin olor; el día exhibía todos sus encantos, entre ellos, el de una mujer muy hermosa, mayor que él y simpática.  Un movimiento de su rostro dejó ver un cuello esplendoroso y limpio, el pelo castaño claro, casi rubio, una sonrisa alargada y una mirada coqueta. Se supo el objeto de su atención, se imaginó el usufructuario de esos encantos y concluyó que todo sería más fácil.

Almorzaron juntos. Ahora deberían regresar al hospital vecino. Él no podía haber sido más solícito y encantador. No sería su primera vez con una mujer mayor que él. Ya antes había seducido a una profesora de McGill. Pero suizas, alumnas o profesoras, no había conocido ninguna. Remontaron juntos las calzadas y paseos rodeados de flores, ascendieron hasta el edificio que armonizaba bloques de hormigón, vidrios y colores suaves.  Ya dentro caminaron hacia un pequeño dispensario donde ahora, tanto como en la ocasión anterior, dos horas antes, ella insistía en hacer sobre su brazo izquierdo un leve raspado sobre el cual depositaría unas gotas. Era, insistía ella, un requisito absolutamente indispensable antes de emitir a su nombre el correspondiente certificado de vacunación.

En vano mostró él las huellas y cicatrices de vacunaciones anteriores fácilmente reconocibles. Inútiles fueron sus mejores esfuerzos, el despliegue de encantos y destrezas, el derroche de argumentos, los ejercicios de lógica que pretendía y acaso era pura ciencia, pero no dejaba de ser eminentemente oportunista. La mujer, siempre hermosa, locuaz, coqueta, decía comprenderlo todo, pero no habría certificado si no había vacunación. Y él no podía continuar viaje sin exponerse a que en la próxima escala le fuera negada la entrada al país por no disponer del certificado de vacunación.

Su ruta lo llevaría de Suiza a Inglaterra, de esta a Jamaica con una escala en Bahamas y tras una estadía breve en Kingston, Jamaica, debería continuar vuelo hacia Santo Domingo, la capital dominicana, que era su destino final. Viajaba en una misión: informarle a Los Palmeros y en particular a Amaury German Aristy que no habría desembarco guerrillero en la fecha acordada y que todos los planes habían sido alterados como meses después registraría el propio Amaury en su carta testamento que la policía incautó tras su caída en combate.

Los oficiales de la inteligencia cubana habían sido muy claros y precisos. “Estás viajando con un pasaporte venezolano auténtico, pero con un nombre falso. Vas a pasar por algunos países donde todavía requieren certificado de vacuna contra la viruela. Trata de conseguir el certificado con cualquier excusa de lo contrario tendrás que vacunarte y es mejor que lo hagas en Suiza donde también deberás pasar unos pocos días adquiriendo el equipo fotográfico que te acompañará conforme a tu leyenda oficial, eres un fotógrafo freelance que va a cubrir la toma de posesión del presidente dominicano el 16 de agosto de 1970 y luego tratarás de vender esas fotos y textos que la acompañen a revistas o periódicos.  Él sabía, puesto que no era la primera vez, que vacunarse implicaba al menos dos o tres días de fiebre intensa. Desobedecer las instrucciones no era una opción.

Mientras la suiza, siempre encantadora y amable, preparaba su brazo recordó que esto ya lo había vivido varias veces y la primera había sido en Santo Domingo. Un local, al extremo este de la calle Santiago albergaba la sede de un centro de vacunación y otros servicios. Se preparaba entonces para su primer viaje fuera del país, era enero de 1967 y solamente emitirían el consabido certificado de vacunación tras la aplicación de la vacuna. Esta primera vez la fiebre y el malestar fueron atroces y todo duró varios días, no recuerda ya cuántos.

Ese mismo día se había alojado en un hotel vecino, apenas a algunas cuadras del hospital y con el mismo nombre del barrio y del hospital. El baño estaba en el pasillo y tan mal se sentía que prefirió pasar hambre antes que animarse a salir a comer algo en el vecindario.

Pasó la noche repasando su manual de ciudadano venezolano. Era meticuloso. Nunca había estado en Venezuela, pero la había estudiado hasta aprenderse el himno nacional, las monedas, el acento, palabras usuales, vulgaridades de rigor, barrios, direcciones y naturalmente la historia del país. Se sentía cómodo con todo excepto el nombre que llevaba en el pasaporte CARLO PAOLO MONTINI FOSATI (no recuerda si era con una o dos ss). ¿Por qué un nombre tan italiano si no me veo yo tan italiano a pesar de que desciendo en efecto de italianos?  Había preguntado a los oficiales de la inteligencia cubana. “Hay decenas de miles de italianos inmigrantes en Venezuela. Tú eres descendiente de alguno de ellos. No te preocupes que todo saldrá bien”. Y en efecto, todo salió bien.

Ahora que Estados Unidos y otros países se aprestan a exigir un certificado de salud negativo para la covid-19 recordé que, después de todo, esto también ya lo habíamos vivido y no tengo dudas que pronto, cuando se haya generalizado la vacuna, el certificado de aplicación será requerido al lado del pasaporte. El mundo no es nuevo, solamente da vueltas sobre sí mismo.