Alguien me pregunta sobre mis planes para el futuro.  La pregunta me toma de sorpresa.  Lenta, pausadamente, medito la respuesta.  Me pongo a pensar en las tantas promesas de empezar, con el año, una nueva vida, en los propósitos de enmienda que nos hacemos todos.

Cada año que empieza es una reiterada promesa de cambio y mejoramiento. Pero tal promesa, como la imagen del Evangelio, es sólo un remiendo de paño nuevo en vestido viejo. Prometemos cambiar de vida, ser mejores, ser otros, mientras arrastramos la misma existencia errática de siempre. Por eso,  empezar una nueva vida desde cero, hacer tabla rasa de todo lo anterior es, además de un improbable, un vano propósito. Con cada jornada que agotamos, no hacemos otra cosa que repetir nuestra vieja manera de vivir: actitudes, yerros, omisiones. Guardamos el vino nuevo en odres viejos.

En lo personal, me he hecho una promesa de renovación y continuidad.  Prometo ser el mismo de siempre.  El año que viene y el otro y todos los que vendrán después y los que me restan por vivir,  prometo seguir siendo el que soy, un poco más viejo, eso sí, un poco más sensato, acaso un poco más sabio.

Cultivaré mis virtudes y sobrellevaré mis vicios con elegancia. Gozaré del momento presente y tomaré el placer mientras dure. Defenderé al cuerpo, que está hecho para el goce, pero me cuidaré del virus maldito. Pensaré menos en la vida eterna y más en la eterna vivacidad.

Emularé al Horacio de Hamlet y, desgraciado o feliz, recibiré con igual semblante los favores y reveses de la Fortuna, y sabré que en esto consiste la sabiduría.  Aceptaré  los triunfos y las derrotas como meros accidentes,  porque bien sé que las alegrías terminan igual que las tristezas y que los placeres y dolores de esta vida son las dos caras de lo mismo: la singular  aventura humana. 

jose-pelletier-cambio-y-permanenciaBuscaré un nuevo amor. De entre muchas mujeres, escogeré a una hermosa y simple, fingiré amarla y no me importará que ella también finja amarme. La respetaré, la  cuidaré,  pero no le confiaré mi más íntimo secreto.

No me portaré soberbio ni arrogante con nadie. Intentaré ser más sencillo y humilde con los demás, despojándome de vanidades, pero no permitiré que nadie humille mi humildad. Haré mías las palabras de mi padre: “En la vida, hijo, es preferible una arrogancia honesta a una humildad hipócrita”.

Me dominaré, intentaré dominarme, controlaré mis impulsos y no me abandonaré a la ira, que es sólo del Señor, y a nadie ofenderé a menos que antes me ofenda.  Y aunque mis pensamientos sean amargos,  mantendré mi buen humor de siempre.

Desconfiaré tanto de los elogios exagerados como de las críticas gratuitas. Procuraré mejorar la calidad de mi trabajo. Me seguiré ganando la vida honestamente,  con mis clases y mis traducciones.  Me alegraré de mis discretos éxitos, pues ellos son el fruto de mi esfuerzo y mi perseverancia, y saborearé hasta el fondo mis desengaños. Y deploraré que, entre los que hoy piensan, escriben y crean, el afán de aparecer  haya desplazado a la urgencia de ser.

Seguiré pensando que la humanidad se empecina en marchar hacia el desastre y que el mundo es un callejón sin salida.  Rechazaré cualquier tipo de fundamentalismo, del color y la bandera que sea. No cifraré mis esperanzas en ningún dogma, en ningún partido, en ninguna iglesia. Ya no podrá decepcionarme ningún candidato, ningún político, ningún líder sencillamente porque dejaré de creer en ellos. Y practicaré la desobediencia civil como yo la entiendo: como un gran NO al simulacro de progreso, como duda permanente, como pura negación creadora. Y abrazaré la única anarquía que considero legítima: la del espíritu. Y haré de la rebeldía mi condición filosófica.

Seguiré leyendo a los autores que más admiro. Y seguiré escribiendo, porque la escritura es mi redención. Me esforzaré por escribir mejor y, al hacerlo, podré confirmar, como Borges, que el ejercicio de la escritura nos lleva a eludir equívocos y no a merecer hallazgos.

Intentaré ser un mejor hijo, un padre más  amoroso y un amigo más leal.  Seré feliz de saber que tengo a la mejor madre del universo. Recordaré a mi padre muerto y deploraré que no nos hayamos entendido mejor. Y pensaré en mis dos pretextos para vivir que crecen sanas y hermosas, y a ellas les dedicaré mi más puro pensamiento. Y aunque el espanto del mundo me haga descreer y pensar a ratos en su silencio y su ausencia, seguiré creyendo en Dios, ¡oh sí!, porque si Dios no existiera, ¿cómo podríamos seguir viviendo, cómo consentiríamos  vivir  un segundo más?

Y, sobre todo, buscaré la sabiduría, la trágica sabiduría que reposa en el misterio mismo de la existencia, pues ella me traerá la paz y la serenidad que ansío. Ahora,  a la mitad de la vida, situado ante un pasado que no puedo modificar, un presente inasible y un futuro que ignoro, celebraré íntimamente haber llegado a la edad de la razón, que es la edad de la cordura,  de la madurez, del acopio de fuerzas y energías para enfrentar la vida, recuperarme y ya no perderme más.