Fue la primera vez que lo vi actuar. Con poco menos de 40 años, Clint Eastwood (el bueno) ya insinuaba esa mirada lejana que hoy guarda. Junto a Eli Wallach (el feo) y Lee Van Cleef (el malo) protagonizó la más arrogante propuesta del género western de todos los tiempos: Il buono, il brutto, il cattivo, una “vaquerada” italiana al mejor style americano dirigida por Sergio Leone. Todavía el tañido ancestral de su banda sonora arranca nostalgias en viejas generaciones. El guión no se apartó de las líneas convencionales: durante la guerra civil americana tres forajidos buscan un tesoro robado al ejército sudista; a pesar de la rivalidad que los separa, advierten que se necesitan mutuamente para lograr el objetivo: encontrar el botín escondido en un cementerio.
Siempre me ha resultado provocador entrelazar esa trama y sus personajes con la sociedad dominicana de hoy. En ella germinan los tres arquetipos. Cada uno envasado a su forma en las bodegas de las marcas sociales.
El bueno de hoy es el adaptado al sistema; un devoto de la retórica genérica, neutral y abstracta. No asume posiciones discordantes ni observa su realidad con espíritu crítico, más bien la explica y justifica a la luz de las “verdades” y dogmas del propio sistema. Descubre virtud hasta en lo mediocre con tal de no lastimar sensibilidades. Valora más el efecto de las palabras que lo que comunica. Estar bien con todo el mundo y rendirse al “consenso” es para el bueno filosofía de vida. Es alérgico a los conflictos; busca la paz pero sin hacer concesiones. Para el bueno todo tiene una razón, una explicación y una corrección dentro del sistema, al que no cuestiona ni por un desvarío. No se involucra en nada que lo exponga o comprometa más allá de sus intereses. Tiene una opinión universalmente buena y comprensiva de todo y de todos. Defiende y conserva los valores tradicionales y sospecha de quien ponga nombres propios a los intereses del status quo.
El malo es el inconforme: un espíritu de autonegada adaptación al sistema. Octavio Paz reconoció las expresiones ideológicas de su resistencia, deslindando las trincheras de su combativo accionar; así, descubrió las fronteras entre el revoltoso, el rebelde y el revolucionario. El revoltoso siembra el caos, el rebelde se levanta contra la autoridad y el revolucionario procura el cambio violento de las instituciones. En realidad son matices de la misma resistencia. Hoy encontramos manifestaciones cada vez más reducidas de su fermento; solo que las revueltas se producen en las redes sociales, las rebeldías en las quejas cotidianas y las revoluciones en los delirios de nuestras frustraciones. Los buenos han impuesto su lenguaje, sus valores y su “orden”.
El feo es el hombre-masa. Adaptado más por exclusión que por convicción. Es un residuo social del sistema. Sus expectativas de vida son primarias; no entiende ni le concierne nada que desborde sus realizaciones gástricas. Compite con el bueno en número y en conformidad, pero entre ellos se trenza una alianza no convenida que mantiene, más por omisión que por acción, la inamovibilidad del sistema. El hambre del feo es fuerte porque quita y pone presidentes. Vende su palidez en ferias electorales a precio de promesas.
Al bueno, el malo y el feo lo ata la misma ambición: el tesoro escondido; pero andan en desbandada según sus propios espejismos, creyendo que es posible hacer una nación con retazos, tejer un futuro con harapos y encontrar horizontes en un cementerio… Sí, ¡en un cementerio!