Las recientes riadas de proporciones bíblicas que han azotado mayormente el Cibao y la región norte del país, con un saldo cuantioso en pérdidas materiales y humanas, nos recuerda la fragilidad de la vida, la levedad del ser y el sentido relativo de las cosas a la hora en que los elementos se combinan para superar su bella sensatez y destruir todo a su paso con el mismo ímpetu majestuoso de su quietud embriagadora.
La naturaleza, celosa por la prosa narrativa premonitoria de Juan Bosch en su obra Dos pesos de agua, quiso superar la capacidad imaginativa del insigne maestro y, tras una prolongada sequía que afectaba la línea noroeste hasta Montecristi, pasando por Dajabón, Duvergé, Puerto Plata y el Cibao, abrió las compuertas de las ánimas del Purgatorio ahora con el nombre de La Niña, dando rienda suelta al diluvio en ondas sucesivas como para recordar que la maldad de la tierra también tiene sus límites.
A fuerza de tanto orar, suspirar y esperar el agua que diera fin a la sequía y a la escasez de su miseria y su conuco en Paso Hondo, Remigia y su nieto –al igual que muchos que invocaban el Rosario y a San Isidro Labrador para que el agua llegara– fueron tomados por sorpresa pese a los ingentes llamados de las autoridades para que buscaran lugares seguros y salvaguardar sus vidas ante el peligro inminente cuando se conjugan el éxodo, la sequía y el diluvio, salpicados de cambrones y guasábaras.
La tarea de los miembros de las Fuerzas Armadas, la Defensa Civil, y otros tantos héroes anónimos quienes arriesgan sus vidas con equipos precarios cada vez que el país los convoca para mitigar situaciones de emergencia, ya sea incendios en la Cordillera Central o inundaciones catastróficas, ha sido limitada esta vez por la magnitud del diluvio y los aluviones derivados; cuando no, por los oídos sordos de la ignorancia y la temeridad alimentados por la incoherencia del populismo politiquero.
“¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo cundía; todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo. Remigia sintió miedo. –¡Virgen Santísima!—clamó–. ¡Virgen Santísima, ayúdame!. Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban: ¡Ya va medio peso de agua!, ¡Ya va medio peso de agua!”, narra el profesor Juan Bosch con precisión mágica en su cuento antológico.
El Gobierno no puede hacerlo solo. Tampoco el Despacho de la Primera Dama. Mucho menos el esfuerzo ingente de la Vicepresidenta, ni de tantos ciudadanos sensibles al dolor propio y ajeno. Las tragedias no pueden frenar la voluntad humana cuando ésta es firme y decidida para hacer realidad las empresas más arduas. Es hora de la solidaridad colectiva frente a la catástrofe. De los sueños y de la esperanza.
“Pasó una semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos.”
Puentes, carreteras, caminos, escuelas, conucos, sembradíos, parajes aislados, kilómetros de tierra inundadas, roto el balance de la vida con el saldo trágico de niños y ancianos idos a destiempo, y la fuerza perenne que yace oculta en el corazón de todos, desprenderse de lo propio para acudir en auxilio del hermano/na en calamidad, dan fe y esperanza de que todo no está perdido y hay reservas morales que ratifican la buena calidad humana del dominicano.
Mientras, el Maestro en su visión apocalíptica recuerda: “Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban enloquecidas: ¡Todavía falta! Todavía falta! ¡Son dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!”… y afuera seguía bramando la lluvia incansable.