En la literatura hispanoamericana el bloque textual aparece como un tipo redaccional o escritural con funciones estéticas y composicionales al interior de un texto. El mismo aparece bajo la forma narrativa, discursiva, informativa o poética.

A diferencia del párrafo o parágrafo, el bloque textual es un conjunto superior de oraciones relacionadas, cuyo mensaje implica dos o más oraciones de contenido principal que son las que estructuran de manera interna el contenido y el sentido del bloque. Como cardinal y unidad estilística de escritura o redacción el bloque funciona de manera más extensa que el párrafo y su carga de significado es mayor, apuntando a varios ejes  de mensaje en su estructura.

Técnicamente posee un argumento o foco de comienzo, un desarrollo o forma analítica denominada también modalidad de antítesis y un foco final o síntesis que implica el cierre de un mensaje.

Los escritores hispanoamericanos han elegido y eligen el bloque textual como una fórmula dirigida a concentrar el contenido y la dinámica comunicativa del escrito. El bloque textual es indudablemente más recargado que el párrafo y se diferencia de éste no tanto por su extensión, sino por sus funciones estilísticas y comunicativas mayores.

En la literatura escrita en Latinoamérica se puede observar un uso frecuente del bloque textual, a veces combinado con párrafos; otras veces se utilizado como unidad global, siendo así que el texto en lugar de ser un conjunto formado por bloques de escritura, adquiere valor de sentido extensivo e intensivo.

Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato, Macedonio Fernández, Miguel Ángel Asturias, José Lezama Lima y otros utilizan el bloque textual como una fórmula o modalidad expresiva tendiente a lograr un tipo determinado de ritmo composicional. Es importante destacar que el tipo básico de constitución del bloque se expresa como conjunción de ideas básicas o principales. Para fines de estructuración literaria, el bloque le permite al escritor unificar un sentido más extenso sin contar con  el impulso de lectura del intérprete o lector.

Se revela así el bloque textual como una unidad rítmica  útil producida de manera redaccional que le sirve al escritor para crear o formular con más amplitud el mensaje narrativo o genéricamente literario. Los ejemplos siguientes revelan el dinamismo de su forma,  textualidad y significación:

Boque textual

“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un buque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. “Siempre soñaba con árboles”, me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros, me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte”. (Ver, Gabriel García Marques, Crónica de una muerte anunciada, Ed., Oveja Negra, Bogotá, Colombia, 1981, 1ra. Edición).

Dicho modelo activa la estructura interna y de superficie de dicho texto, cuyo bloque de comienzo perfila y define la escritura novelesca. Se trata de un conjunto enunciativo y oral constituido por una forma expresiva y cohesiva de sentido. Otro  ejemplo de bloque textual continuo se hace observable como emisión verbal novelesca en El entierro de Cortijo de Edgardo Rodríguez Juliá. ( Eds. Huracán, Río Piedras Puerto Rico, 1983  p. 11), en cuyo nivel de percepción verbal se inscribe la forma-escritura continua de sentido.

“Si el entierro es el fin de la vida –en él se cumple la distancia definitiva entre el muerto y los deudos- el velorio es el reino de las emociones conflictivas, el espacio donde el desordenado tiempo interior no se decide entre atacar  la muerte o negarla, ello por la engañosa estadía de ese muerto que aún no se ha convertido en recuerdo; un cadáver de cuerpo presente es una presencia inquietante, precisamente por el hecho de que la ausencia no acaba de cumplirse del todo. Desperté del sueño de la metafísica cuando el taxi me dejó en la entrada, ¿o será salida?, del Caserío Lloréns Torres; esa tierra de nadie que se llama la Calle Providencia abajo, y que tiene dos fronteras al sur, la de Baldorioty y la de Eduardo Conde, toda en su extremo norte la calle Loíza; ¡de Sunoco a la Loíza!, de la Villa Palmeras proletaria que sabe a año 1934 pasamos a una Loíza con sabor aún más antiguo –se me antoja que sabe a 1927- y pienso que la Baldorioty cruza estas dos coordenadas del todavía más venerable Cangrejos para destacar que el desarrollismo muñocista pasó por este país. La Providencia abajo es calle de caserío, vía de falansterio muñocista; La Providencia arriba, hacia Villa Palmeras, es calle de barrio proletario; ya se perfila que esta crónica será el encuentro de muchos cruces históricos. Pero bajándome del taxi simplemente me encontré, de frente, con una temible extensión mítica: La luz de la Providencia, “Chacho, ahí no me paro yo ni pa” los guardias. Los cuentos son terribles: la Providencia de Lloréns es ámbito de eso que los marxistas clasifican bajo el signo de lumpen; mi madre pequeño-burguesa hablaría de títeres; no es lo mismo, pero, para todos los efectos del miedo al otro, saben igual. El prejuicio de clases reduce hasta el límite paranoico: Por algo vine en taxi; ¿dónde demonios dejo el carro ahí en Lloréns? Traspasar este corredor mítico de violencia es casi asegurarse una cañona a manos de algún teco de bejuco desesperado. Mi pana, ese lenguaje es como la cifra de una distancia insalvable entre mi condición y la de ellos. Mano, esto de la lucha de clases sí que va en serio. Con mi perfil decimonónico mallorquín y mis corsos bigotes  de punta al ojo entré al superantro, al caserío que sólo recientemente ha sido superado –por Manuel A. Pérez y Monacillos- como signo mítico de toda la criminalidad sobre la faz de Borinquen Bella. El nombre de un poeta de segunda aunque versificador genial ha sufrido un irónico desplazamiento: El caserío, esa antiutopía creada por el welfare state  muñocista, comparte con el mito la virtud de la connotación a la vez borrosa y perfecta. ¡Así también es el prejuicio!, aterrador en su concreción (mira aquél por donde va con la peineta espetada  en el afro…) y a la vez difuso (apresuro el paso, se trata de llegar vivo al velorio de Cortijo). Pero no crean, también yo seré sometido a la mismísima reducción: Un blanquito de cara mofletuda, bigotes de punta al ojo y espejuelos es una presencia perturbadora en Lloréns; también ellos son capaces de leerme, ya me tienen leído: ese tiene cara de mamao… Mera, dame diez chavos… Puse voz de negrero mallorquín y le grité, eso sí, entre dientes… No tengo…. Joder, como se diría en la Madre  Patria , y pensar que todo ello es por algo más que un nombre de poeta: Si nos salimos de los cursos de Literatura Puertorriqueña y del manual de Manrique Cabrera, Lloréns Torres significa teca, tumbe, grilla, perico y las terribles marcas de los alacranes. ¡Santo Dios!, Virgen Pura, el sitio sí que tiene mala fama, como diría mi madre. Pero algo más que la mala fama se nos revela aquí: Vívete la ironía; el blanquito pícaro ha bautizado todas las connotaciones de la titerería; pero él se ha esfumado un poco en la transacción lingüística: el signo, ese significante(Lloréns Torres) preñado de significados terribles, casi ha logrado borrar, cual burlón palimpsesto, todos los vestigios que evocan la vida rumbosa, prototípica y original del primero de esos cursilones abogados independentistas que luego concibieron, y conciben, la poesía como el perfecto baja bloomers, o, como dirían en Lloréns, baja panties. Lloréns Torres, señor a todo dril, cautiva más por su personalidad que por sus versos. Como poeta me parece al mismo tiempo mediocre  y genial. De su obra prefiero la gracia de su picaresca rimada: el versificador fácil y sonoro corrompe la sacrosanta poesía dedicándoles versos, a diestra y siniestra, lo mismo a sabrosonas jibaritas que a blanquitísimas y tutuísimas reinas del Casino, ¡hijas de los Martínez Nadal y los Tous Sotos! Lloréns vale como barroco Don Juan jodedor de la poesía, más parece personaje de ficción que figura histórica. Hay en Lloréns la gracia de no tomarse tan en serio; su concepción de la poesía es casi cortesana, como la de un Quevedo o un Góngora. Antes de la poesía concebida únicamente como signo desgarrador de la interioridad, reinó el poeta de ocasión, ese bufón de corte que rescataba algo para la sinceridad mientras comprometía su verso, más por costumbre obligada que por convicción, con la frivolidad de los poderosos… Mera, mano, una peseta… Sin duda había llegado a Lloréns, el segundo cañoneo, esta vez con los ojos inyectados de sangre vidriosa (Vaya mi pana, alcoholado en los ojos…) y la nota altísima, Vaya inteligente, tá bien, cuando repetí el No tengo patricio. ¿Por qué no lo podía creer?; lo de inteligente era por los espejuelos y los bigotes de punta al ojo, y nadie se llama a engaño: para este galán, intelectual es sinónimo de pendejo. Apresuré el paso, Cortijo muerto me espera como tabla salvadora allá en el centro comunal, ese edificio estilo fondos federales que ya se ve a mitad de camino entre la Loíza y Baldorioty; está en la entrada, ya me lo advirtió el taxista, un poco  sorprendido de que un espejuelado inteligente descendiera al averno de Lloréns para tocar el cadáver del conguero-timbalero mayor, el gran Cortijo, hijo predilecto de la grey cangrejera. Hay un tapón tremendo, mejor lo dejo aquí y camina, queda cerquita… ¿Me habrá dejado en la entrada imitando la costumbre de esos taxistas timoratos  de Nueva York que no se arriesgan a transitar las calles del South Bronx o el Harlem moreno? Anda al cará, el ghetto de la pobreza niuyorkina quizás ha establecido su presencia aterradora. No entres el carro, mejor déjalo en el parking del último Trolley y camina… Puro y jodido prejuicio peque{o-burgués, dirán esos marxistas de Peugeot, Volvo y Mercedes Benz que jamás conocieron, como yo conocí, la formación sentimental de  la 65 de Infantería, aquel territorio apache del desarrollismo muñocista  donde mis fronteras vitales fueron Capetillo y Buen Consejo, López Sicardó y la República  de Colombia, Sabana Llana, la barriada Bulón y el Barrio Colo, sin olvidarme de las parcelas Falú y las ejecutorias de Rata Maldonado, P. G. Dávila y la perfectísima vocación perdedora de P. J. Viñales… La calle está dura… Me eduqué en el Colegio San José, pero…” (Ver, Edgardo Rodríguez Juliá: El entierro de Cortijo, Eds, Huracán, Río Piedras, Puerto Rico, 1983, pp. 11-15).

Así las cosas, el narrador puertorriqueño orquesta su novela-ritmo que es también la novela-salsa, novela-mambo y novela-guaracha  a instancias de un género que en Puerto Rico y el Caribe negro se acoge como voz y tiempo  movimiento de vida  musical y bailable.

El bloque continuo en este  sentido es más intensivo y gradual que el citado de Crónica de una muerte anunciada, el cual articula su ritmo con líneas subjetivas del recorrido en prosa mediante el texto vocalizado, entendido como narratema o unidad estructural y funcional de conjunto.

En el caso del bloque textual continuo organizado por Julía con sus estilemas de base, la narración ensancha el ritmo escritural desde una voz ficcional concreta, caracterizadora de los fraseos sintéticos, analíticos y predicativos.