Es poco común encontrar en un primer libro de versos el equilibrio imaginario y la tensión a veces sentenciosa del Diario de un Autófago (1999). En Basilio Belliard esta búsqueda se desarrolla en múltiples proyecciones temáticas. Especialmente, en el espesor de la mirada y la diseminación del cuerpo como figura desgarrada del remordimiento y la culpa. Tal vez, el modo más fácil en que puede realizarse una lectura fluida de estos versos surge precisamente de allí, esto es, de la concepción platónica del cuerpo.

En Platón (1976), el cuerpo es, precisamente, puro barrote para el alma. De ahí que, liberarse de su piel es transmigrar, volver hacia el Otro la mirada: ese que aparece disimulado a través de nuestro mundo exterior, en relación a lo desconocido como signo que el Otro, su alter ego, emite aún disimulando su rostro, es decir, privándose del significado que habría de dar a los signos, que éste enuncia, y a la vez, reenvía como conciencia desgarrada en el espejo.

Desde el surgimiento de esta concepción sabemos que la condición humana ha estado siempre condenada al simulacro. En este universo de apariencias las cosas aparecen dejando traslucir sus huellas: el simulacro es lo real de una ilusión destructora del mundo y del sujeto.

En la tradición textual yiddish la mirada a través del rostro simboliza los sentimientos, estados de ánimo y los más radicales acontecimientos del yo. También, el peculiar sentido de lo trágico y su concepción de la fatalidad del destino. En el Diario de un Autófago, el sujeto está en una posición tal que su mirada enfrenta el cuerpo: "Defiéndeme de ti cuando sepas, que he descendido a la piel" (pág. 36), dice el mismo autor, aludiendo, claramente al Yo enamorado en el abismo espejeante de su ser. En Belliard, el placer se asume por la caída: el modo que se efectúa su acto poético es el que pone de manifiesto su posición inestable entre lo vital y lo espiritual.

Porque, efectivamente, ¿dónde termina lo imaginario en el dominio de la posesión y el campo de la culpa? La culpa es aquí una simple interdicción de lo sexual, que se repliega en un recinto sagrado, seguro y secreto, en esa zona donde la prohibición da al acto prohibido una claridad opaca, a la vez siniestra y divina, claridad lúgubre que es el nudo suelto del erotismo y la muerte. "Suelto en las tinieblas aciagas del dolor y el espejo…del pecado, que desnuda los cuerpos ofendidos como acontece erótica la carne, salvada ya y casi polvorienta… como corcho arrojado al destino" (pág. 42).

En el tantrismo el cuerpo es el doble real del Universo que, a su vez, es la encarnación diamantina del mundo. Por eso postula una anatomía y fisiología simbólicas, que sería ahora prolijo enumerar: diré sólo que el tantrismo capta al cuerpo como efluvios de energías. En Nietzsche (1995), el cuerpo es la superficie de inscripción de los acontecimientos (mientras el lenguaje marca los hechos, las ideas los disuelven), lugar de disociación del Yo (al que no en vano el poeta Belliard trata de prestar la quimera de una unidad substancial); volumen en perpetuo desmoronamiento. La genealogía nietzscheana articula el cuerpo como dualidad del ser.