La administración Abinader ha dado señales en la prédica y en la práctica de querer aportar el refuerzo necesario, con apenas seis meses en el poder, para que en el país prevalezca una democracia orgánica, fluida y funcional.
Dos de los méritos que se pueden sumar a una lista de avances, pequeños pero puntuales, fueron la reciente decisión de publicar en medios de prensa nacional la lista de pagos a contratistas por servicios al Estado, muestra de transparencia que había desaparecido de la práctica administrativa pública hace algún tiempo.
El segundo punto que fortalece el estado democrático ha sido aplicar el principio de la APP, o alianza público privada, que permite realizar y agilizar procesos de servicios o bienes para el público sin la necesidad de que se beneficien intermediarios y otros depredadores al acecho.
Los esfuerzos que realiza la administración actual deben ser emulados por otras instituciones públicas del país que todavía no acaban de comprender el peso y la vitalidad que significa la labor del sector público como referente para afianzar los principios democráticos.
De ello depende la vida y la salud de la democracia. Del balance y el contrapeso de los poderes.
De ahí que resulte esencial transparentar todos los procedimientos de la burocracia en el aparato estatal, lo que algunos funcionarios aún no acaban de entender, por insistir en continuar apegados al concepto patrimonial de la cosa pública en el siglo XXI.
Para que ello sea posible es fundamental que los poderes del Estado demuestren que pueden articularse sin obstáculos, bajo el espíritu de las leyes, y sin cortapisas a los derechos ciudadanos.
Sin embargo, lo que se predica y se busca practicar desde el Poder Ejecutivo en el Palacio Nacional, no coincide con otro estamento público como lo es el Poder Legislativo, donde una maraña de intereses suele torpedear los esfuerzos más honestos en beneficio del bien público; cuando no de acción, otras veces por omisión.
Tal es el caso de una serie de leyes pendientes y engavetadas para impulsar el desarrollo del país, como es la actualización del Código Procesal Penal, la ley de reglamentación de tierras, la del uso y administración del agua, y la reforma al sistema de pensiones, y en cuyo tejemaneje no se vislumbra claridad alguna.
En el caso específico de las pensiones y su dinámica con las Asociaciones de Fondos de Pensiones, o AFP, un diputado reformista por La Romana se ha dado a la tarea de presionar por todos los medios posibles que el fin justifique, para que una de las partes sea beneficiada con el famoso 30 por ciento de los fondos.
Parece obvio que la propuesta no goza de aprecio entre la mayoría de los diputados que no se inclinan a cambiar el statu quo por razones que sólo ellos conocen, ante el vacío del consenso. Pero si esto es censurable, peor aún es la metodología del diputado de marras para lograr sus propósitos en medio de una pandemia y un estado de emergencia.
Asumir la defensa a ultranza de una causa que carece de claridad ante la opinión pública, le resta méritos y respaldo a quienes la defienden. Más aún, mancha el principio de reclamo de justicia, pisoteando la virtud del hacer lo correcto con las patas de los caballos.
Este ejemplar legislador podría casarse con la historia si asumiera una postura más idónea, concertada, inteligente, natural y facilitadora, acorde con las reglas del juego de la armonía y la conveniencia de las partes. Pero el atajo de la presión y la violencia, ambos condicionamientos culturales, es más seductor que el de la lógica y la razón naturales para seres insensatos.
En el caso del poder Judicial, los asuntos avanzan de manera propia, acorde con los principios y el espíritu de las leyes, y el objetivo único de que la verdadera justicia llegue a todos y trate a todos por igual, hijos de machepa y a tutumpotes, como ha sido el reclamo perenne de la sociedad, en manos de funcionarios idóneos en el proceso legal.
De manera que de ello depende la vida y la salud de la democracia. Del balance y el contrapeso de los poderes, de que nadie esté o se sienta tentado a treparse por encima de los demás, de la Constitución y los fundamentos que sustentan la República, por más poderosos que se perciban, pese a que el fantasma insepulto de Trujillo todavía anda suelto entre algunos espíritus revoltosos de la política y la sociedad nacional.