El arte de nuestros días, ha señalado Octavio Paz,  se debate entre dos antípodas: un conceptualismo radical y un humanismo no menos estricto. Dice el poeta y ensayista mexicano: “El primero niega la forma, es decir, a la sustancia misma del arte, a su dimensión sensible; la obra artística no es nada si no es algo que vemos, oímos, tocamos: una forma. El segundo es una negación de la idea y la emoción. Este es el desafío al que se enfrentan los artistas contemporáneos”.

Que el arte es una pasión rigurosa, humanística, lo sugiere la obra “Merengue” (1938) del pintor dominicano Jaime Colson (1901-1975). Acá percibimos su entrega, su lealtad a la perfección, su concepto elevado a la creación étnica de expresión caribeña, rozando el espacio gozoso de una furiosa nota musical.

El lienzo  “Merengue” como “Fiesta dominicana” del  1934 y   “Fiesta campesina” del 1959,  ambas de Yoryi Morel (1906-1979), así como “Merengues típicos” y “Perico ripiao”  de Federico Izquierdo (1904-2004), describen un universo  dinámico de figuras y seres embriagados bajo los efectos de una melodía folclórica dominicana.

Los dominicanos somos un amasijo de valores y de creencias. Tenemos enorme fe en las divinidades católicas y aceptamos hoy, abiertamente, en los caminos de la religiosidad popular, imágenes de santos que son también representación de dioses africanos. El vudú nos ha influenciado y lo hemos hecho parte de nuestras creencias. El cristianismo es la base fundamental de nuestros rituales más importantes.

Jaime Colson – Merengue (1938)

La música del dominicano se esconde tras esa tradición amplia y pobre, carente de instrumentos melódicos, a no ser por las cuerdas que eran capaces de mezclarse con lo hispano y lo africano asumido por esta magnífica  obra visual dominicana.  La música popular en la colonia, según Marcio Veloz Maggiolo, era capaz de ablandar la miseria con los sonidos y la juerga. Era la música  de una sociedad en la que hoy por hoy, y desde hace más de un siglo, el merengue nos conminó a vivir al lado de la “mangulina”, en donde los instrumentos siguen la ruta de la mezcla: primero guitarra hispana, güira, tambora, y luego acordeón que transforma esta música en “perico ripiao”.

Lo que comenzó en la colonia como un gusto de las clases altas, que era recibido, aceptado e imitado por las clases más pobres, se convirtió  pronto en “una especie de catarsis total”, y en lo que es hoy un  signo de identidad cultural importante, una identidad variopinta y flexible, dice, finalmente, Marcio Veloz Maggiolo.

Nos hemos mezclado al punto de que somos, a veces, negros por fuera, y otras blancos por dentro. En la  obra “Merengue” hay una actitud de introspección, de orden racional y  lógico, dibujando una estructura formal vinculada a la pintura neoclásica, griega o  latina.

Quédale, no obstante, el reflejo de la influencia surrealista que, como sabemos, dotó al realismo moderno de una original morbosidad plástica al llamar la atención por medio de la representación antropomórfica: ojos, bocas, manos, sexo. Colson como intérprete del drama original del hombre, como artista que representa al hombre y su pasión, que reniega de la obediencia a un mero raciocinio silogístico—porque él está en su obra—ha fundido la experiencia  del surrealismo con su pintura para presentarnos a seres gozosos y alegres.

Es todo lo contrario, según Danilo de los Santos, de un arte periférico como el realismo, el naturalismo, el impresionismo, donde la experiencia perceptiva trabaja hacia fuera en forma centrífuga, limitándose el artista a recibir los efectos emotivos de la naturaleza y del hombre para reproducirlos a través de su propia emoción. Contrario a ello, el Neo-humanismo, como tendencia de la modernidad refiere como sustancial cosas que solo tenían valor circunstancial o anecdótico. El Neo-humanismo colsoniano es de concepción intrínseca, es decir, de esencia, de internalización, de intimidad puesta al desnudo sin ambages ni confusiones. Es una manifestación que asume al hombre y vierte al artista como hombre. 

El pintor va derecho al centro o al meollo del asunto, vale decir, al milagro gozoso del danzante.  No lo desvela, del mismo modo que no hace de él un objeto de axiología cultural, sino que se planta en él, si puede decirse así. Al menos que nos hundamos en él, con lo primero que nos encontramos es con un enorme espectro o con una bofetada de colores contrastados y vibrantes, desplazados completamente, a la manera tan enérgica de Picasso, hacia lo agudo o hacia lo grave, densificados o diluidos en las comarcas de luz que llegan de no se sabe dónde. Pero no, por supuesto, del decorado oscuro y frío desde donde se eleva, arrastrándolo todo, este torbellino de tintes y esa agitación de telas plisadas y plegadas.

Los sonidos tímbricos revelan la naturaleza de los instrumentos que los producen y reclaman colores resonantes, acercados por contraste, no separados por medias tintas ni por colores armonizados, como los acordes que los tonos de voces humanas dan a la melodía en relación al acompañamiento de los instrumentos. Los colores aquí se pueden llamar—por la productividad perceptiva– sólo colores fisiológicos, latentes o emotivos en las tonalidades azules y verdes ocres, con características que revelan el ocultamiento, pero también el estado de comunión y unión junto a la delimitación de una sede o de un territorio. Son colores pregnantes: “emblema” de posesión ejercitada y de pertenencia consolidada en el acto de llevar y de conferir.

Algo se ha estremecido ya por el mero repliegue de los cuerpos, porque lo que se pliega no es una organización o una articulación de miembros y de usos. Lo que se pliega es una nervadura fina, una delgada red de hilos y de flujos, es un tejido cromático, plisado, recorrido de pulsiones y de palpitaciones por su propio plegado, penetrado por presiones de su propio peso que se apoya sobre sí o, más bien, que se apoya en el lugar en el que está, no siendo él mismo previamente en absoluto distinto del propio lugar en el que está para acabar, nada más que el lugar que se distingue de sí, que se separa y se desplaza en sí mismo, el cuerpo desplegado multiplicado, como ha dicho Jean-Luc Nancy.

Lo que ocurre en esta cadencia, lo que comenzó a ocurrir y que debe ocurrir siempre, lo que debe permanecer inacabado, culminándose así, lo que se forma en la agitación de la separación, lo que se forma en el temblor cuando lo uno se pone fuera de lo otro es el ritmo de la descarga, su doble figura y su doble aspecto: descargada y relajada de la tensión y de la expectativa.

En la obra “Merengue” de Jaime Colson la escena es, en consecuencia, completamente espiritual o neumática por excelencia: lo esencial se hurta en ella a los ojos y pasa a través de las voces, mediante una pincelada de voz que hace que lo íntimo y no-nacido se sobresalte en lo invisible. Lo que tiene lugar es un relámpago del espíritu entre las figuras presentes, vidas retiradas en una campiña, tan inmemoriales como inesperadas para los seres que participan de un jolgorio, merengue o fiesta.