El carnaval, como expresión de lo más instintivo de la identidad, condensa las pasiones, carnalidades y delirios místicos de los pueblos. No es exactamente un culto racional, más bien un encuentro promiscuo de las vivencias ancestrales del espíritu y de los sentidos. Esta mezcolanza de la devoción religiosa con la sensualidad le insufla a esta fiesta un espíritu libidinoso.
Pocas expresiones civilizadas comparten rasgos con el carnaval. Una de ellas es la campaña electoral en sociedades políticas tribales. Más que un ejercicio de conciencia responsable, es un festín de la barbarie. En ella late la misma febrilidad carnavalesca, dominada, en nuestro caso, por el desenfreno y la pasión. Qué pena que sea así; creíamos que a estas alturas los patrones y las visiones serían distintos, pero el pensamiento político, lejos de madurar, luce atrofiado. Han cambiado las formas, los costos y las apariencias; en el fondo, permanecen intactas las mismas concepciones cavernarias.
Las campañas electorales son una sátira festiva a la racionalidad democrática donde el ruido impone su imperio, las nalgas reparten su lujuriosa retórica, el ron anestesia la razón y el reguetón nubla el discernimiento. Es indignante permanecer insensibles ante esta locura del gasto en medio de tantas carencias. Qué lástima que la Junta Central Electoral, tan bravucona para defender su desempeño en otros ámbitos sea tan destemplada para imponer su autoridad en este lujoso caos. Bajo la excusa de que no existe una ley de partidos, ha jugado al laisser faire permitiendo impunemente la suciedad ambiental y la saturación esquizofrénica de los contenidos. Cómo permitir que haya pueblos literalmente forrados de publicidad exterior, convertidos en galerías carnavalescas de los rostros más repulsivos.
El costo de esta borrachera ha limitado la participación de ciudadanos nobles en la vida política porque no cuentan con la necesaria capacidad económica para sostener una candidatura competitiva; sólo una senaduría puede comprometer costos entre 80 y 200 millones de pesos. La falta de regulación y autoridad responsable ha hecho de la participación electoral un derecho de pocos. Llega quien puede, no quien debe. De ahí que el Congreso y los ayuntamientos se hayan llenado de tígueres que procuran quintuplicar su inversión (sólo para ponerle un techo a sus ambiciones). Este formato desigual, desregulado e irracional es insostenible. La aprobación de una ley de partidos moderna, justa e incluyente debe ser una demanda ciudadana inaplazable porque el régimen vigente solo beneficia al oligopolio de las mismas franquicias. Mientras demora el advenimiento de esa realidad, los ciudadanos tenemos que tolerar la carga de estrés, arrabalización, violencia y caos que aporta este carnaval electoral.