En sociedades pobremente estructuradas, pensar de forma creativa y autónoma es un lujo de pocos. La gente tiende a basar su opinión en juicios preconcebidos validados por la mayoría. En esa simbiosis del pensamiento y el lenguaje nacen los prejuicios, los clichés y los estereotipos. Los prejuicios son las ideas anticipadas y sin el comprobado conocimiento de las realidades; los clichés son frases gastadas que por su repetido uso han perdido novedad y fuerza expresiva; los estereotipos son imágenes construidas y aceptadas por la mayoría como representativas de un determinado colectivo. En estos tiempos de libre y plena expresión de la diversidad, los prejuicios, los clichés y los estereotipos son los arsenales atómicos en la guerra global de la intolerancia.


Sin caer en más prejuicios, creo que la actual crisis de pensamiento en la sociedad dominicana está sintomáticamente referida al uso abusivo de estos recursos retóricos. Y es que en ausencia de un discurrir conceptual sustantivo hay que agarrarse de los clichés, como una suerte de precocido enlatado para el rápido consumo de las mentalidades más deleznables. En nuestro caso, la tendencia es viciosa. Escuchar radio, ver televisión, leer la prensa y oír conversaciones coloquiales nos ofrece una idea tan gráfica como generosa de esa sociopatología. Los códigos comunicacionales son simples, repetitivos y emotivos. Aburren, irritan, enervan y embrutecen.

Vivimos el éxtasis de la cultura de las etiquetas. Así, si criticas una gestión del gobierno, eres perremeísta; si la defiendes, cobras un cheque. Si demandas una integración más solidaria del empresariado al drama social, eres un populista resentido; si estás de acuerdo con su estatus, un capitalista salvaje. Si hablas de la exclusión social de la comunidad LGTB, eres un gay anónimo; si te opones a su matrimonio, un homofóbico. Si te solidarizas con la indefensión del inmigrante haitiano, eres un fusionista traidor; si defiendes el derecho del Estado a repatriarlos, un neonazista. Cuando no existen formas distintivas para encajonarte la cosa entonces se complica, eres considerado y tratado como un “tipo raro” o, usando el lenguaje políticamente correcto, un sujeto “no confiable”.

Presiento que la sociología cuenta en esta comarca insular con los insumos necesarios para nutrir una nueva disciplina: la teoría de las marcas. Nuestro lenguaje convencional ya no admite más tatuajes ni adjetivos calificativos. Nos conformamos y conformamos por lo que juzgamos y no por lo que hacemos. ¡Y tantos verbos que esperan conjugación! Pero nuestro problema también es de sustantivos, para redimir de algún modo la cursilería arjoniana. 

El discurso social se ha dogmatizado: es blanco o negro. Esa concepción bipolar muchas veces califica o descalifica las posiciones a partir de los intereses de quien juzga o de los que este presume en el juzgado. Ilustro el problema con un ejemplo deliberadamente narcisista: cada martes, muchas personas me escriben gustosas por lo que escribo y cómo lo escribo en esta columna: eso es alimento para el ego (al que pretendo mantener en dieta). Sin embargo, con la misma franqueza de los que no me creen les aseguro que aun más me complazco con aquellos que dicen no leerme por todas las razones de su mundo: porque soy obsesivamente monotemático, porque mis trabajos son expresión de un espíritu pesimista, porque soy un antipeledeísta envidioso, porque lo que escribo es un manojo de desahogos nihilistas sin rigor académico ni valor literario o simplemente porque soy un “baboso” con ínfulas. Llegar a esas calificaciones supone al menos haberme leído, lo que disfruto calladamente, aunque no siempre me confío: hay gente que solo ver mi foto en este espacio le provoca urticaria genital. Sea como sea, pretender estar bien con todos no es precisamente una de mis preferencias; decir lo que pienso y siento sí constituye mi más frenético orgasmo de libertad. Quizás eso es lo que molesta en una sociedad severamente autocensurada y recluida en las celdas de los estereotipos. Pensar con libertad despierta envidia en un medio domesticado. Pero no me voy a prejuiciar: respeto su intolerancia tanto como ellos repulsan legítimamente mis escritos. 

Creo que nos llegó el momento de saber que nadie detenta la verdad completa y que la razón no habita en una sola parcela. Que los vicios que imputamos a los demás no son distintos a los que ellos ven en nosotros. El gran desafío de esta sociedad es encontrar ese espacio perdido donde se puedan juntar nuestras diferencias para igualar nuestro destino. Mientras tanto, seguiré masticando mis penas como lo que soy: un baboso, pero sincero. Gracias por leerme.