Ayer estaba en el jardín, contemplaba una extraña caligrafía de hojas. Las líneas revelaban destreza, se abrazaban; era una composición palpitante de gris perla. Era de tanta plenitud dejarse gobernar por las hojas entintadas de belleza que no sentí impaciencia al permanecer callada.
Encontré en ellas un pañuelo azul, un pez con ojos vigorosos y actitud de monje, un ladrillo lleno de granos de polen, una escalera que se prolonga en las líneas de la mano.
Sentí tanta humanidad en esas hojas, que empecé a quererlas con sus gotas de lluvia acentuadas; de pronto observé que adquirían un brillo color bronce, que aglutinaban fuentes y vasijas con flores en sus cabelleras; vi, entonces, que acudían a su lecho millares de caracoles castaños. Más tarde observé un corazón desvanecido sobre una rueda antes que el alba llegara; lloré un poco y me sentí enferma: mis hojas del jardín desaparecían sin dejar rastro, abandonaban las estatuillas que giraban de manera prodigiosa en el atardecer.
¿Por qué motivo mis hojas ya no estaban? ¿Acaso no querían deleitarme, acaso una inesperada tempestad dispuso de su vuelo de orquídea fresca?
Mi mirada, que estaba llena de sosiego y plenitud, quedó inerte; un espasmo sofocó el tiempo de mi espera. Tal vez, no merecía yo esa dulcísima contemplación, esa conquista de placer escrita sobre las hojas pequeñas y distantes del mar, suave de pura pureza.
¡Qué abrazar ahora como tesoro si transcurrido el tiempo del alba en el jardín las ceremonias vistosas se alejan!, y el aire sacralizado por el recuerdo de este frágil pensamiento lucha por sobrevivir.
¡Qué ondulante es todo o que audaz es la línea –me digo- cuando descubro que las hojas son como los presagios de la vida, curvas de majestad, revestidas de misteriosas figuras que aparentan ser fieles a un credo, a la creencia humana de que la nostalgia triste del pasado es un viaje en la niebla!