Para nadie es un secreto que en nuestro país el que algo esté dispuesto en una ley o incluso en la Constitución no es garantía de que se cumplirá cabalmente, como tampoco de que se accionará por las vías correspondientes para hacer cesar o sancionar dichos incumplimientos, sobre todo si los mismos provienen de autoridades poderosas.
Esa perniciosa cultura de ilegalidad de la que adolecemos y la inseguridad jurídica e incertidumbre que la misma provoca, ha creado una sociedad difícil de regular y organizar, porque ante tantas violaciones a la ley, incluso de las propias autoridades, sus efectos se reducen y muchos osan desafiar la ley y la autoridad apelando a su poder político, económico o social o hasta por ser humildes padres de familia que se están ganando el sustento.
También ha tenido un negativo efecto colateral pues el temor a que no se respetarán las reglas y a la falta de ética y tráfico de influencias en las organizaciones políticas, ha hecho que no sean los mejores los que participen en la política y los que se postulen como candidatos a cargos de elección popular, y que cuando excepcionalmente algunos decidan por pasión y convicción hacerlo, terminen muchas veces frustrados, convencidos de que ese ambiente es solo para los peores.
Por las mismas razones tampoco son los mejores los que presentan candidaturas a procesos de elección para posiciones públicas, como los efectuados por el Consejo de la Magistratura, los que se postulan a dirigir colegios profesionales con apoyos partidarios, o los que concursan en licitaciones públicas efectuadas por entidades del Estado.
Como tampoco son los mejores los que son promovidos por sus partidos o gobiernos a altas posiciones, como por ejemplo la presidencia de una de las cámaras congresuales, un ministerio o cualquier otra función de dirección, porque lo que generalmente se persigue no es colocar a los mejores sino premiar a los amigos y relacionados, o garantizar una total adhesión.
Y como nos han acostumbrado a conformarnos con no tener a los mejores en el sector público y muchos otros ámbitos, no solo se ha generado una peligrosa falta de respeto y de confianza a la autoridad y las instituciones, sino una negativa frustración colectiva que hace pensar a muchos que no vale la pena luchar por aspirar a más.
Lo que no solo sucede con las personas, sino también con las legislaciones, pues nos han metido en la cabeza que las cargas se arreglan en el camino, aunque lo que ocurre muchas veces es que en vez de arreglarse se empeoran.
Debíamos aspirar a tener la mejor ley de partidos no solo por la larga espera, sino porque prácticamente todos los demás países de la región y del mundo ya la tienen y podíamos aprender de sus experiencias.
Para que eso se hiciera realidad tenía que haber cambiado la visión de aquellos que han manejado el país y la política a la medida de sus intereses particulares, obsesionados con mantenerse en el poder a cualquier precio. Y aunque algunos exhortan a celebrar que se aprobó la ley posible, debemos estar conscientes de que si tendremos finalmente ley es más porque a algunos les acomoda tenerla para resolver sus conflictos internos, que por real voluntad de cambio.
Ninguna ley basta por sí misma para cambiar el accionar de las personas y mucho menos cuando estas han demostrado tan poco apego a su cumplimiento. Por eso probablemente con los partidos y la nueva ley sucederá lo mismo que con aquel vestido de seda, que no bastó para que la mona dejara de ser mona.