A mis 37 años, dos hijos, un divorcio y tantos amores sigo esperando la certeza de la madurez. Aún nadie me ha dicho la manera efectiva para uno determinar si ha madurado al ciento por ciento; si quizás la lucidez de los años es parcialmente selectiva y uno atina algunas conquistas y otras quedan en un limbo emocional; o a lo mejor existe un eterno apego al desenfado de la juventud que nos obliga a cometer errores para sentirnos vivo.
Cada día me empeño en ser una buena madre con mis hijos, en darles todo lo bueno de mí y dejar en ellos la satisfacción de que su futuro refleje en ellos mi mayor entrega, el derroche de amor incondicional que me brota sólo con pensarlos y en estar para ellos. Sin tiempo, sin prisas, sin condiciones y sin distracciones.
Hablo con los viejos casi todos los días. Y si no los llamo, voy. Vivo pendiente a ellos, a sus vidas, a sus cosas. Comparto con ellos mis alegrías, mis crisis, mis dudas y sobre todo el amor de mis hijos. Un regalo maravilloso que ellos mismos reclaman cuando pasan días sin verlos.
Para mis amigos, trato siempre de estar. No existen horario ni reclamos entre mis buenos amigos y yo; el odioso tu no me llamas no existe entre nosotros. Pasan meses sin vernos y somos capaces de retomar los temas de vida como si nunca nos dejamos de ver. Mis amistades saben que me tienen y no hay ni necesidad en abundar en esos ofrecimientos.
Sin embargo, aún no descubro el misterio de vida que ronda en el afán de asumir situaciones que huelen a imposible. Muchísimas de las veces reciclando cuadros conocidos, revolviendo aguas pasadas que en su momento fracasaron. Dice mi amiga Larissa que el que se va a joder no calcula y yo estoy por creer que la mujer es más sabia de la cuenta y anda más que clara por la vida. Porque cuánta razón que tiene.
Tantas veces uno se empeña en los clichés, en las excusas para justificar los errores del otro y muchas tantas de nosotros mismos, aún sabiendo que ya compró boleto sin retorno con destino al fracaso.
Los seres humanos somos tercos por naturaleza, pero también guardamos una dosis de inocencia que muchas veces raya en lo pendejo. Uno le tiene fe a situaciones que aunque sabe que no convienen, vive como el ateo que espera un milagro o aquel que anhela sacarse la lotería sin haber jugado un ticket jamás.
Quizás sea ilusión desmedida, anhelos irreales, esperanza desbordada, exceso de fe en los demás o el deseo irremediable que nos invade a todos cuando se trata de encontrar la felicidad.