Las acusaciones presentadas ante el Consejo del Poder Judicial por el Procurador General contra cinco jueces acusados de constituir una red que se encargaba de negociar la puesta en libertad de acusados de narcotráfico, lavado de activos y otros delitos graves, merece la mayor atención de la sociedad ya que es una muestra fehaciente de que en nuestro reformado poder judicial, que llegó a ser motivo de gran orgullo, la compra y venta de sentencias es una penosa realidad.
La pregunta obligada es cuántas redes y cuántos jueces y fiscales corruptos más existen en nuestro sistema judicial traficando sentencias y torciendo la justicia, en casos que por ser de índole política, o por no tener la publicidad de otros al tratarse de asuntos de interés privado, no son denunciados por la Procuraduría, ni tampoco por los afectados por temor a las consecuencias.
Y es que hay que entender que en un país como este, en el que el amiguismo prima sobre el imperio de la ley y la responsabilidad de sancionar a los culpables, estas situaciones se reproducen frente a la impotencia de los ciudadanos, quienes se resignan por esperar un control ejercido por la autoridad correspondiente, que pocas veces ocurre, o simplemente es sustituido por aceptar la supuesta “renuncia” del magistrado de que se trate ante la gravedad de las evidencias en su contra, para eximirlo así del debido juicio disciplinario; como acaba de ocurrir en el presente caso con uno de los acusados.
En el año 1997 inició la reforma de un poder judicial totalmente desacreditado por la corrupción y el tráfico de influencias, el cual no tenía independencia del Ejecutivo y sus miembros estaban controlados por senadores y políticos. Lamentablemente la independencia con que actuó dicho poder post reforma fue rápidamente recelada por los gobernantes, quienes fueron fomentando que la política infiltrara sus decisiones e invadieron las carreras judicial y del Ministerio Público para asegurarse el control.
Es inaudito pensar que si la política determinó la selección de los miembros actuales de las Altas Cortes incluyendo la Suprema Corte, y que algunos de los jueces de esta por razones políticas deciden no llevar a juicio a los imputados de los más grandes escándalos de corrupción pública para asegurar su impunidad; al mismo tiempo vamos a tener un sistema que funcione perfectamente para todo lo demás.
Cuando quienes están llamadas a ser los modelos de la sociedad, esto es sus máximas autoridades, con sus acciones generan la percepción de que todo se negocia, que el rigor de la ley es solo para quienes no gozan de los privilegios del poder y que la corrupción no se sanciona y es el más efectivo mecanismo para generar riquezas y asegurarse un ascenso social; no se puede esperar otra cosa que la lastimosa situación que estamos viviendo, que el deseo de enriquecerse a toda costa ha sido colocado por algunos malos jueces y fiscales por encima de su sagrada misión de impartir justicia.
No debemos caer en el error de pensar que la solución radica en simplemente separar del tren judicial a los ahora acusados o a otros que pudieran serlo, quienes no son más que la purulencia producto de una gran infección. Por eso la solución solo podrá resultar de atacar las causas que están generando estas infestaciones en el órgano judicial, pues de nada valdrá extirpar una parte del mismo, si dejamos que las bacterias sigan alojadas en su torrente sanguíneo provocándole graves daños, que podrían hacerlo colapsar.