Nadie puede negar que la imagen de la República Dominicana, como dijo en días pasados la vice presidenta de la República, es un bien que “debemos defender” para no marchitar nuestra industria turística. La doctora Margarita Cedeño llamó el pasado miércoles a los dominicanos a unirse para defender el turismo e impedir así que el país caiga presa de artimañas que puedan impactar negativamente ese importante rubro de la economía de la nación.

Estamos bien organizados, y cuando los visitantes trasladan sus enfermedades a nuestra tierra y sus patologías estallan -a veces agravadas por excesos de consumo de toda índole- son generalmente bien atendidos en las clínicas especializadas en tratarlos que operan en los principales centros turísticos.

En cuanto a manejo de alimentos, las grandes cadenas hoteleras han tomado las precauciones de lugar para evitar trastornos gástricos en sus huéspedes sin que estos queden, como en cualquier otra parte del mundo, totalmente resguardados de la eventualidad de complicaciones.

Por otro lado, si se considera los millones de turistas que visitan nuestra tierra y las muertes violentas o los atracos declarados en las zonas turísticas, se constata que -según estadisticas del Cuerpo Especializado de Seguridad Turística (CESTUR)- en 2017, con 6.1 millones de turistas, se reportaron 104 casos de atracos (1.6 por cada 100 mil), y en 2018, con 6.5 millones de turistas, 89 casos (1.4 por cada 100 mil), lo que representa un gran logro en materia de seguridad turística.

A la lectura de estos datos, queda claro que la seguridad de los enclaves turísticos no tiene nada que ver con la situación de desasosiego permanente que atraviesa la mayoría de los ciudadanos de a pie.

Y allí voy, no es por medio de “artimañas” que vamos a quedar descalificados internacionalmente, aún si seguimos haciendo el trabajo bien en el renglón turístico, si somos amigables, sonrientes y buenos anfitriones.

Es el propio peso de nuestras buenas acciones y malas prácticas en los demás ámbitos de la vida nacional el que está llamado a acreditarnos o no. 

Lo que nos desacredita paulatinamente es el caos disfrazado de orden que vendemos como imagen y que se nos puede ir de la mano.

Nos descalificamos si nuestra constitución es pisoteada y si seguimos con los tristes récords negativos en feminicidios y embarazos de adolescentes y con los matrimonios de menores.

No podremos seguir asegurando por mucho tiempo la seguridad de millones de turistas, a cuerpo de rey, sin poner un freno a una serie de malas prácticas que afectan nuestro ánimo como nación y nuestra imagen en el extranjero.

Daré como ejemplo de las malas prácticas que explotan como bombas, el caso de algunos centros de cirugía estética del país. Por un lado, queremos promover un turismo de salud de vanguardia; pero por el otro, dejamos funcionar sin ningún control clínicas dirigidas por peligrosos mercaderes de la medicina que practican “combos todo incluido” de tetas, nalgas y lipo a mujeres que vienen de los Balcanes, Turquía, África, de los Estados Unidos y de otros lares, atraídas por los bajos precios de las intervenciones.

Solo afloran en los medios de comunicación las tragedias de las mujeres muertas a manos de estos farsantes y poco se habla de las cirugías fracasadas y de vidas arruinadas. Ante los escándalos, a veces son cerradas algunas instalaciones que vuelven a abrir poco después.

Otro ejemplo es el de la violencia endémica en las grandes ciudades del país. La afrentan a diario los ciudadanos que no viven en los resorts donde se realiza el máximo esfuerzo para que los turistas no salgan y gasten todo su dinero “in house”.

Por aislada que esté la industria sin chimenea se da un fenómeno de vasos comunicantes entre ésta y el resto del país. Nadie puede negar, ni la misma doña Margarita, que la delincuencia les puede rozar muy de cerca a quienes no andan con sus guardespaldas.

La intolerancia, la criminalidad, el sicariato o crimen por encargo, se expanden de manera preocupante. El sicario es una mano de obra barata, se encuentra fácilmente entre los jóvenes desempleados, desertores de la educación formal, educados en los callejones, que se han acercado a la droga, han caído primero en la pequeña delincuencia para de ahí pasar a delitos mayores, y terminar en las diversas cárceles. 

Los candidatos hacen legión y pululan en las esquinas de los “barrios adentro”, descritos de manera magistral por José Luis Taveras en su último artículo. Jóvenes que, desde la infancia, han crecido en la violencia, el chisme, la pestilencia, el fracaso y la desesperanza.

Son las víctimas de un sistema que los gobiernos que se han sucedido en las últimas décadas han dejado multiplicarse al no atender sus necesidades básicas y cercenar sus derechos.

Se trata, en muchos casos, de una juventud rota, abandonada por padres y madres que se han ido a probar suerte en otros horizontes, o que son huérfanos de padres vivos, consumidos por traumas y que no pueden darle paz a la fiera que, en ocasiones, los consume desde adentro.

Necesitan dinero para ser reconocidos y seguir los patrones de consumo promovidos por la misma sociedad que los excluye.

Con pocas habilidades sociales positivas, solo logran acceso a un dinero rápido y mal habido de la mano de políticos venales, o de capos que los contratan para las tareas más sucias y peligrosas.