Una obra nunca se termina, sino, que se abandona.
Paul Valèry
Desde el siglo pasado hasta el presente, el arte y la literatura han experimentado importantes cambios. En lugar de un objeto o una cosa, las obras literarias se conciben como estructuras dinámicas y creativas del lenguaje. En lugar de concebir la obra como medio de expresión de contenido “espirituales”, la deriva laica de la cultura moderna, la secularización del mundo, que afecta también a la literatura, lleva a concebir las obras como propuestas conceptuales y estéticas de carácter mundano.
El carácter definido de las obras, la idea de que éstas se construyen con un entramado que parte de un inicio y culmina en un fin, ha sido sustituida por el nuevo papel que se le concede a la indeterminación y al azar en el acto creativo, un aspecto recurrente en las propuestas artistas modernas, por lo menos a partir de Stéphane Mallarmé. Este planteamiento favorecerá la proliferación de “obras inacabadas” a lo largo de todo el siglo veinte en las distintas artes: mencionemos los casos de Arnold Schönberg, Marcel Duchamp, Ezra Pound o Robert Musil. El inacabamiento, no la terminación, la consideración del sentido provisional de todo término de la obra, se ha convertido en un rasgo definitorio de nuestro presente artístico, que es lo que convierte en anacrónica la presentación actual de obras como “acabadas”.
En lugar de concebirse como una estructura “cerrada”, la obra de arte se concibe en nuestro tiempo como una estructura “abierta”, dinámica e incluso aleatoria. Se abre así la dinámica de intervención creativa del lector o espectador en la propia obra que constituye otro de los rasgos del arte de nuestro tiempo. Una dinámica que fluye ya en las distintas propuestas de la vanguardia de comienzos de siglo, y que tendrá sus primeras formulaciones teóricas en textos como El proceso creativo (1957), de Marcel Duchamp, o en Obra Abierta, el gran libro de Umberto Eco publicado por primera vez en 1962.
Las ideas de unidad y originalidad de la obra se ven confrontadas con una situación completamente contradictoria, en el marco de una cultura tecnológica que hace posible la reproducción masiva, e introduce las propuestas artísticas en una dinámica de serialidad, multiplicidad y repetibilidad. Objetualidad, espiritualidad, definición, clausura y unidad: todas estas notas que todavía constituyen lo que podríamos llamar nuestro sentido común estético al considerar una obra de arte, a pesar que incluso en una perspectiva tradicional no dejen de presentar problemas, se han visto, sin embargo, profundísimamente modificadas en el decurso de los tiempos modernos, y muy en particular con el desarrollo de la tecnología y el tipo subversivo de relaciones entre materialidad y espiritualidad que ésta implica.
Podría incluso agregarse un nuevo factor, que tiende a desdibujar la asociación secular de la obra de arte con un “hacer”. La proliferación de imágenes y representaciones sensibles en nuestro mundo, la “hiperdeterminación” estética de nuestra vida cotidiana, están en la raíz de una creciente concepción de la actividad artística como un acto de elección, selección o descontextualización, y no ya tanto como producción de “algo nuevo”. Un aspecto éste que se encuadra en lo que he preferido llamar “tendencia general a la emancipación de la imagen de soporte sensibles específicos“. Dicho esto, queda abierta sin embargo todavía una cuestión crucial: ¿qué es lo que confiere a un producto o a una propuesta artística el valor y el reconocimiento de una obra poética o de arte?
La respuesta demanda varios pasos. Para que algo sea reconocido como obra poética o de arte es preciso antes que nada su “aceptación institucional” como tal, que se produzca su inserción y encuadramiento en los canales institucionales del arte. Este fenómeno suele producir auténtico malestar, e incluso vértigo, en ciertas mentalidades bajo el miedo a que pueda existir obras maestras ignoradas o genios incomprendidos y rechazados por el “sistema”, que acabarían así perdidos para el patrimonio artístico de la humanidad. Una vez más, se ignora que el arte es, en sí mismo, una convención, una forma concreta de institucionalización de la experiencia estética: las convenciones cambian y fluctúan, y lo mismo cabe decir respecto a lo que se sitúa dentro o fuera, o respecto a lo que se valora en mayor o menor medida.
Pero, en sentido estricto, no hay obra artística fuera de la institución “obra de arte”, lo mismo que no hay planetas fuera de los correspondientes sistemas estelares. El miedo al no reconocimiento de la gran obra y/o el gran artista secretos es un residuo de la concepción esencialista del arte, por la que se sigue estimando que las manifestaciones artísticas “genuinas” se imponen, o deben imponerse por sí misma, independientemente de las condiciones y de los contextos de cultura específicos.
Hay que tener en cuenta, además, que el encuadramiento institucional de las propuestas como obra que “requiere tiempo”, “a veces mucho tiempo”. Y que el “filtro” de los expertos que, obviamente, puede ser equivocado con mucho mayor frecuencia cuanto menos distancia temporal existe, tanto por problemas de “perspectiva”, como por la mediatización de todo tipo de intereses, tiende a resultar mucho más ajustado a la larga, cuando la distancia temporal sedimenta suficientemente las propuestas, los juicios y las valoraciones. En materia de gusto, no hay mejor juez que el paso del tiempo.
Además de esta imprescindible aceptación institucional, para que una propuesta sea reconocida como obra, es necesario que presente una “intencionalidad” dirigida a ello: que se trate de una elaboración concebida para tal fin, y no de una mera broma, o un chiste, por ejemplo. Utilizo aquí este término no en el sentido más inmediato de “intención”, como deseo o voluntad de hacer algo o perseguir un objetivo, sino en un sentido más profundo, filosófico. “La intencionalidad artística”, que confiere a una propuesta el carácter de obra, presupone la puesta en cuestión de la percepción habitual en el mundo.
Relacionada directamente con lo anterior, estaría finalmente la última condición que considero necesario mencionar para que podamos hablar plenamente de la obra literaria o artística consumada, en un sentido pleno: que la propuesta alcance enteramente una autonomía de sentidos, de significados. Es decir, que la obra, perteneciente al universo de la imagen se configure como “un mundo” en sí misma, autosuficiente en coherencia y articulación internas.
Los cambios en lo que determina las obras de arte se relacionan ante todo, en efecto con la transformación del sistema productivo que tiene lugar con el desarrollo de la modernidad. La noción “obra de arte ”cristaliza en una época en la que todo el sistema productivo es básicamente manual. Y es así como el trabajo de los artistas, lo que culmina en sus obras, puede convertirse en una especie de modelo ideal de todo tipo de trabajo. Como todavía decía Novalis, ya en la transición del siglo XVIII al XIX: “El artista dirige las prácticas artesanales (artesano). A través de una unidad superior concentra varios oficios que mediante esa concentración superior adquieren una significación más elevada”.
El desarrollo de la industria y el empleo de máquinas en el proceso productivo invertirá de modo irreversible ese papel modélico “ideal”que los productos del arte pretendían desempeñar frente a los productos del trabajo, aunque esa gran transformación ni siquiera hoy ha sido plenamente aceptada en un plano teórico, o en el sentido común estético. La “ideología” se resiste siempre al cambio.
En cualquier caso, esa gran transformación de la vida humana ocasionada por el impulso y desarrollo de la tecnología tiene como consecuencia una alteración de no menor alcance en las determinaciones de la categoría obra de arte o literaria que la tradición había ido fijando. Los parámetros que parecían determinar suficientemente la categoría y su uso han dejado de tener, en cierto modo, validez y han ido siendo sustituidos por otros, que en ocasiones se aproximan a los contrarios de los anteriores.