El día emerge en la mañana con un flamígero halo azul blanco, cuando el cielo es una enorme vasija de la vida.

Cuando el día  se inicia, en los cuatro puntos cardinales, las tablillas de arcilla aparentan detenerse; la mirada se plasma en la plenitud de las altas arcadas del deseo y se levantan los pájaros para ir con alegría a sus santuarios.

Un alma, llegada a la naturaleza, que trae en sus labios un aparente ritual de sosiego, se  dice así misma: “deseo ser  salvaje o una roca viva sin servidores para la cacería de la angustia; deseo sorprender las sensaciones que pugnan con la cobardía; deseo no dejarme apremiar por la nada, sostenerme en la claridad, adornarme con el asombro, con las líneas austeras de la oquedad; deseo no ser fuente de la pasividad, no caer de rodillas ante el culto del poderío que traen aquellos llamados a sí mismos sagrados héroes para convertirse en estatuas de vana realeza; deseo la agitación del viento, del viento habitado por la ausencia del temor”.

[Esa alma que abría el Libro de los deseos no percibía que ser “roca viva” es una manera de aproximarse a las fuerzas con las cuales el universo dio riendas sueltas a lo desconocido por el todo].

… Cuentan que, al escucharse en el espacio el eco de los deseos de esa alma,  las mejillas se trenzaron al momento del tiempo ser abismo; los rostros que no eran rostros sino máscaras corrieron a los cuerpos y empezaron a ejecutar la danza hostil de la ruptura con la identidad divina. No era –aquella danza- un aquelarre a la  luna ni una invocación a lo sagrado.

La roca viva se convirtió en el drama del triunfo pero, a la vez, en una orilla de la duda acosada por la perennidad de la conciencia. Lo oscuro y lo ambiguo tomó la forma de la contemplación, y un incisivo orfebre empezó a mirar.

Entonces vino el efecto cautivador del sueño; un traje de orfandad trazó las líneas para que el brazo cazador del orfebre revelara el instante.

El instante se dejó caer como un torso en el cielo abierto, y la roca viva  se hizo vigilia. La vigilia se crecía en la pizarra de la apariencia; estaba engarzada a la tensa alerta de un halo azul blanco. El halo pulía las superficies de las concavidades que traía consigo una multitud de moradas áureas.

El cielo ofrendaba su haber-visto; la mañana emergía. Viva la mañana las sombras estiraron su cuello; un oráculo era el espejo grabado en las ánforas del silencio.

Dicen que fue cuando los collares del tiempo abrieron la impaciente conjura. El  salvaje se esculpía en un frontón que conservaba la incertidumbre del universo.

El  salvaje dispuso lanzar una flecha que rozara la techumbre humana. Un incendio traería una lámpara para la majestad espectral del alma. La flecha era su mortífera égida; la lámpara, el sumario de su fugacidad.

La mirada que aun estaba desnuda, desnudó el desfallecimiento de la soberbia, y de la ondulación que traía el carácter del salvaje cuando gestaba apropiarse del todo sin la autoridad del orfebre del cielo. El salvaje no era ningún otro que aquel que quebró la voluntad divina; aquel  aborrecido por los siglos por destruir con dureza la faz de la quimera para enfrentar la vida a la sinceridad de la muerte.

El alma puedo intuir desde su soledad al leer el Libro de los deseos, en el Capítulo de la Arcilla, cómo la magnificencia hizo suya la profética evidencia de que, la roca viva no quedara imperturbable descendiente tras descendiente, aun estando en un paisaje de delicada belleza.

Ya no era palpable la apoteosis del fuego; la pequeñez se consagrada como el auténtico atuendo de los mortales; la idealidad se cortejaba con el manto vegetal de la tierra; el espacio se diluía en lo insólito; los siglos se degastaban por el agotamiento de la espera por la promesa.

Fue entonces cuando los oficiantes del verbo clamaron por la luz; abrazaron  el trance de la agonía, descubrieron señales en los arbustos del delirio, y la eternidad del alma  empezó a hacerse presa del delirio, de una eternidad  que no es palpable ni aun en el día o en la luz difusa.

El salvaje había naufragado, no sin antes pervivir en el recuerdo. La caída  era la realidad como catástrofe de la roca viva.

Desde ese momento las criaturas labradas por el orfebre se fragmentaron en el mundo sin alhajas, se hicieron cazadores de los duendes, y otras, ya sepultas por la osadía de la desventura, tomaron a las cavernas como sus claustros.

Caídas por las voraces envolturas de su piel, las criaturas se multiplicaron, no buscaron del misterio en la esmeralda del mar, solo quisieron tener aspecto de hombre, coronar sus cabezas de piedras preciosas para subordinar a los que no están dispuestos a ser águilas devoradoras.

La caverna se mantuvo a oscuras; no hubo vendaval que motivara que los hombres huyeran de sus fauces, de su bestia interior; se aglutinaron sin meditación profunda, y se convirtieron en leones de las tinieblas. Los pescadores que navegan cerca de esta  cueva huyen por temor a la ferocidad y a la soberbia de los desconocedores de la compasión como virtud humana.

… Ya han pasado los anhelos de los que en principio  buscaron que un poeta lírico plasmara esta leyenda, porque los visionarios albergaban el consuelo de que un ángel obrara para completar la perfección perdida en el paraíso.

Desde entonces todos los aferrados al fracaso de sus almas viven el triste tránsito del sufrimiento, por herir la visión que Dios quiso del hombre.