Hoy, como todos los días, te vi. Miro al cielo y ahí te encuentro, en la misma esquina. A fuerza de observarte diariamente, he aprendido más cosas sobre ti. Hay una pared que prácticamente te sostiene, o es lo que parece. Todo el esplendor que adivino en ti, sobresale por sobre el muro como si fuera una corona. Ahí están todos los nidos de la otra vez. Todos, sin excepción.
Ahora que lo pienso mejor, no creo que haya sido yo quien te descubriera. Aquella primera vez el rumor de tu espíritu hizo elevar mi mirada hacia ti. Tú me llamaste. Ahora sé por qué nos entendimos tan fácilmente, solo que tú eras árbol y yo persona. Algo puro y bueno surgió de tu tronco viejo y me recordó de dónde vengo. De la misma tierra donde están enterradas tus raíces. Esas necias, fuertes y obstinadas raíces que no se cansan de sostenerte del suelo, de mantenerte de pie, como esperando que la vida vuelva a lucirse en tus ramas.
Por eso nos reconocimos. Ambos somos necios, obstinados y fuertes. Solo que mis raíces, tan gruesas y largas como presumo las tuyas, han crecido hacia dentro. Tengo todo dentro: el árbol, las raíces y los nidos; ¡todo! entre costillas, estómago e intestinos. ¿Será por eso que a veces sonrío para mí? Han de ser pajaritos volando o cotejando ramitas; hormiguitas trabajando o simplemente la brisa.
Todo eso lo tenía en la retina cuando te vi. Entonces la vida que imaginé sobre tus ramas, esos once nidos vacíos que conté, no eran más que reflejo del propio árbol que tengo atrapado dentro.
Sentí tristeza al reconocer, por fin, que tus nidos están vacíos. He insistido por días en divisar alguna avecilla que te ronde, pero no ha pasado. Me toca verte con otros ojos. Quizá eres un reflejo de la vida que debo hallar en mi misma. O la memoria de mi árbol. Puede que algo esté muriendo, dando lugar a lo nuevo. Pueden ser muchas cosas.
Puede ser tiempo de convencer a mis raíces de buscar destino más allá de las costillas. Va siendo, si, un tiempo de romper el suelo, mi suelo, y expandir las raíces.