Tengo que declarar de entrada que el sancocho dominicano sea prieto o menos prieto, tenga siete o tres carnes, o una sola del socorrido pollo, me encanta, es más, me fascina. Me parece un plato que si bien no es de los más sofisticados en sus ingredientes y métodos de elaboración es sencillamente esquisto, y si es cocinado por una doña de campo y degustado bajo la sombra de un mango en plena naturaleza es uno de los mayores placeres gastronómicos que puedan existir en el país.

Claro que no pueden faltar los víveres de compaña y el complemento de del arroz blanco, el que mi madre le llamaba ¨el arroz dominicano del misterio¨ porque según decía no contenía nada especial y sin embargo el sabor era riquísimo. Siempre he opinado lo mismo y por eso desde que llegue en 1972 pude cambiar paella por sancocho sin problema alguno, o mejor dicho alterné uno y otro manjar aunque con mayor preferencia por el primero. Lo reconozco soy un arrocero integral, concón crujiente incluido que tampoco puede faltar, creo que le echo arroz hasta al mismo arroz.

Hace muchos años unos amigos nos invitaron a mi esposa y a mí, aún éramos novios, a un sancocho nocturno con la asistencia de una o dos docenas de parejas jóvenes. Si bien ya el sancocho lo había comido muchas veces era la primera vez que lo iba a hacer bajo la luz de la luna, con música, baile, compañía joven y amena, y las infaltables frías y traguitos de ron.

Bien, llegamos con mi puntualidad de la cual no me he podido desprender ni en medio siglo de estancia en el país a las 8.00 de la noche, hora convenida por los anfitriones y con los estómagos vacíos esperando llenarlos pronto con la prometedora y estimulante cena.

Los invitados comenzaron a llegar poco a poco -estar a la hora convenida aquí es un grave delito- y los últimos lo hicieron pasadas las nueve. Comenzaron las presentaciones formales, nombres, apellidos, procedencia, estudios cursados, lugares de trabajo, reconocimiento de parentescos cercanos o lejanos: un primo segundo común de un pueblito de Barahona, una tía que es cuñada de la madrina del papá, ambas de Pimentel, primeras cervezas, primeros roncitos, discos merengues de verdad, de los de antes, y así llegamos a las 10.

Del sancocho nadie hablaba. Como mi estómago comenzaba a reclamarme combustible sólido me acerqué con disimulo a la cocina y vi con espanto que no había nadie allí ni rastro alguno de alimentos que guisar. A las once seguía la fiesta en sus buenas y mi hambre en sus malas. Le propuse a mi novia marcharnos y cenar en algún restaurante, pero ella dominicana al fin y de muy poco comer estaba en un ambiente muy agradable y decía que escaparnos sería un descortesía. Que esperáramos un poco pues pronto nos servirían la cena.

A las 12 yo estaba insoportable y de un humor de perros conmigo mismo. Como habitualmente no bebo alcohol y con una o máximo dos cervezas ya es más que suficiente, mi estómago no se sentía satisfecho y reclamaba a cada rato su ración de chao, aunque fuese de arroz vacío o pan duro. Las ganas de comer se habían convertido en una obsesión porque ya había pasado once horas sin echar nada al coleto, y eso tan dominicano de que hambre que espera jartura no es hambre, no me servía de consuelo alguno en esa situación.

Cuando ya me iba escabullir sin que nadie se percatara a tomar un sandwich en alguna barra que estuviera abierta a esa hora mi mujer me dijo que ya habían traído los ingredientes, carne, yautía, plátanos, yuca, arroz… y que me esperara un poco más que esta vez lo de cenar era en serio.

En efecto, comenzó la ¨cocinadera¨ y ya sabemos que un buen sancocho no se hace en un par de minutos, así que cerca de las dos de la madrugada se sirvió en a abundantes platos y yo no comí sino que devoré dos o tres de ellos que por cierto estaban riquísimos, sazonados además con un hambre de lobos. The hangry is the best souce, dicen los ingleses.

Días después comenté con amigo el caso y me dijo que en ese tipo de fiestas era costumbre dominicana marcharse de inmediato después de comer y que había un dicho que lo explicaba muy bien: ¨Haz como Blas, ya comiste ya te vas¨ y por eso se suelen servir las comidas lo más tarde posible, en ese caso fue verdad, después de acabar la cena los asistentes desaparecieron como por arte de magia. Lo del amigo Blas lo he podido comprobar innumerables veces a través de los años.

¿Saben lo que hago desde entonces cuando voy a una fiesta, reunión, juntadera de amigos o algo por el estilo por la noche para evitar el hambre de la espera? Lo soluciono fácil: ceno abundantemente antes de salir de casa y si tengo que volver a comer dos, tres, cuatro o las horas que sean después no importa, lo de hambre que espera jartura lo puedo aplicar sin problema alguno. Las lecciones se aprenden para solucionar problemas ¿No creen?