Villas Agrícolas es un barrio que, como muchos otros, necesita servicios, seguridad y una mejor vida para sus moradores. Tiene condiciones comunes a todos los sectores desfavorecidos y otras particulares que tienen que ver con su historia y su ubicación. Su acceso al metro, a grandes avenidas, su cercanía del centro de la ciudad, la existencia de fuentes de empleo como grandes fábricas y el Mercado de la Duarte hacen de esta parte de la zona norte un sector atractivo tanto para conseguir un empleo formal como para chiripear.
Este conjunto de factores acarrean como consecuencias la sobrepoblación, la falta de homogeneidad de la población y una creciente inseguridad que han conducido a la transformación de los lazos sociales y los tradicionales vínculos de vecindario.
Los moradores de Villas Agrícolas no tienen fe en los políticos, ni en la Policía, ni en los dirigentes comunitarios que reviven solo en tiempos electorales y han revelado tener escasas capacidades para llevar a cabo reclamos a favor de la comunidad. Forman parte de la cultura de lo dado y del asistencialismo que tanto daño crea cuando se transforma en un mecanismo de control político más que en una herramienta para ayudar a las personas en situación de vulnerabilidad a salir de la miseria.
Como en todas partes, a pesar de los males que afectan al barrio, existe una juventud sana que quiere estudiar, que mantiene su norte, que trata de aprovechar las oportunidades para formarse y ampliar sus conocimientos y que estaría dispuesta a trabajar para el mejoramiento de su sector. Sus espacios no son la calle ni los colmadones, lo que significa que estos jóvenes carecen de puntos de reunión, de juntadera, para un sano entretenimiento y para su crecimiento personal.
Como la revolución educativa es un proceso lento que no deja vislumbrar una educación de calidad para todos y todas en un futuro inmediato y que las fuentes de trabajo decentes son todavía escasas, no debemos permanecer con los brazos cruzados observando los males que afectan al sector. Tampoco se puede esperar que sea el Estado el que venga a resolver todos los problemas. La propia gente deberá tomar iniciativas para mejorar su entorno y dignificarlo, si queremos que las cosas cambien realmente. Es dentro de este contexto que adquiere toda su relevancia que sean los mismos vecinos los que exijan el cambio de oficiales y agentes policiales corruptos o vigilen a los comerciantes que usan el trabajo infantil. Los moradores del barrio deben conocer sus derechos y empoderarse, como se dice ahora.
La juventud necesita expresar su propia voz, construir sus proyectos de vida y aprender a respetar a los demás, así como comprender de manera crítica su realidad para superar los escollos que les obstaculizan en el ejercicio de sus derechos, para lo que necesitan conocer derechos y obligaciones.
Lo que necesitan adolescentes y jóvenes son espacios de reflexión para construir relaciones de cuidado consigo mismo, con el otro y con el ambiente y velar por una sociedad en donde sea posible convivir de manera pacífica y constructiva.
Una sociedad que se pretenda democrática requiere de la participación activa y crítica de todos y todas. Esto implica que sus integrantes se puedan involucrar en la construcción de acuerdos y en la toma de decisiones tanto en el nivel macro como micro.
Trabajar los derechos, formar un liderazgo joven desligado de la política clientelista, abrir espacios de diálogo entre los dirigentes y representantes comunitarios con instituciones públicas o privadas que trabajan en el barrio, crear mesas de trabajo con los actores sociales diversos: principales: escuelas, comunitarios, Fiscalía, ONGs, personas de buena voluntad y juventud son metas alcanzables a corto y mediano plazo. Todo ello podría abrir nuevas perspectivas y aportar un poco de sosiego y esperanza en sectores hoy llamados “calientes”.