“La resiliencia se define como la velocidad con la cual una comunidad o ecosistema regresa a su estado original después de ser perturbada y desplazada de aquel estado” (Begon et al. 1996).

Nosotros como nación, somos el resultado de la rapiña con la que nos introdujo Europa en la geopolítica, hasta el duro batallar del siglo XIX, cuando nos cansamos de ser colonia y mantener los caprichos, megalomanías y pareceres de quienes nos pensaban y decidían por nosotros. Un día teníamos un dueño, al amanecer teníamos otro. Las metrópolis se ponían de acuerdo y nos repartían a su conveniencia. Aspiramos y soñamos, pero no duró mucho el delirio, el intento fue efímero como el pestañeo de una gallina. Los haitianos aplastaron de nuevo esos visos de libertad que tenían más de apuestas de adivinos que certezas. Siguieron los haitianos fastidiándonos la existencia, hasta que nos zafamos del lastre. Pero, ellos  no cedieron de su apuesta, hasta que resurgió el “Complejo de Guacanagarix” reprimido y nos insistía: “No se puede, somos flojos, solos no podemos, nosotros solos no seremos capaces de mantenernos como pueblo, necesitamos uno más fuerte que nos proteja”. Los entreguistas de siempre, nos vendieron a España, como Judas y cumplieron su sueño. No sólo cobraron la entrega, sino también fundieron su alma con el precio de la madre Patria.

Los inconformes, no se adaptaron ni durante ni después, y nos rescataron de nuevo. A partir de allí, a duras penas, entre trabas y tropezones, incluso matándonos entre hermanos, cegados por las ambiciones personales, sobrevivimos entre altas y bajas. Rebeliones internas de los ingobernables, se convirtió en una moda. Tuvimos a veces varios gobiernos, dirigidos por caciques, cada uno en su región al mando de tropas y medalaganerías. Metieron la cuchara los estadounidenses en 1904 y luego 1916, con la excusa de “civilizarnos” como lo venían haciendo en otras partes de América, y esto lo convirtieron en costumbre. Antes de irse, nos maldijeron los gringos, y nos impusieron en 1930 al sátrapa Rafael Leónidas Trujillo Molina (popularmente chapita) hasta 1961. Lo importante de ese episodio, es que algunos dominicanos sin memoria, malagradecidos y sin lecturas, quieren que la iglesia lo canonice, y nos lo imponga como santo para ser venerado, por todo el bien que hizo a este país y a nuestra  América, para ser llamado “San Trujillo de América”. Al parecer,  están tomando en cuenta los milagros que hiciera en vida, incluyendo masacres, desapariciones, robos, chantajes, asesinatos, torturas, enriquecimiento ilícito, secuestros desde otros países, atentados hasta contra presidentes de otros estados soberanos, acoso y violaciones de niñas. Todo esto, por el bien de su alma pura y sin manchas, con que moralizó nuestro país.

Después de la muerte  de aquel “santo” heredemos una nación frágil, vulnerable, donde los más vivos quisieron imponer su voluntad a través de los mil rostros que tienen la ambición y el descaro. Vimos la esperanza cifrada en el Prof Bosch, pero el pasado que se negaba a morir y no aceptaba la integridad de ese hombre, lo sacó del escenario, para meternos en muchos inventos y traspiés con la anuencia y la vigilancia constante del zorro de 1916, que no duerme en su cama, y amaneció en la nuestra en 1965. La historia desde entonces, es un círculo vicioso, girando alrededor del reparto que hacen las clases hegemónicas ancladas en los diferentes partidos, no importa si están  a la derecha o a la izquierda, como quiera reciben el oxígeno para seguir viviendo, como lo señalo sin antifaz Celso Marranzini, en una entrevista cedida a la televisión hace varios años, y que retrata el perfil de la oligarquía: “nosotros le damos a todos los candidatos a la presidencia, al que sabemos va a ganar le damos más. El 16 de mayo votamos por uno, y el 16 de agosto todos estamos con el que ganó”. ¿Más claro?

En todo el devenir histórico vivido y padecido, han existido fuerzas nuevas que pugnan por germinar en medio de la esterilidad que provoca el medio a intención. En cada etapa, no todos se han cruzado de brazos; por el contrario, se han identificado personajes y procesos preclaros, que han apostado no sólo a la resistencia, descrita en término ecológico, como la habilidad de la comunidad para evitar el desplazamiento de su estado inicial (Begon et al. 1996), sino más bien y más consistente la resiliencia, definida por Juan García Ballesteros en Rebelión, como la capacidad que tiene una persona o un grupo para sobreponerse a traumas vitales (sean personales o sociales), recuperarse frente a la adversidad para proyectarse fortalecido al futuro.

Esa capacidad de reacción, implica manejar los cambios y seguir desarrollándose, resistir con  la capacidad de adaptación (Stockholm Resilience Centre), como un ecosistema, desarrollando la capacidad de convertir las conmociones y las alteraciones en posibilidades de renovación, aprendizaje y un pensamiento innovador, con prácticas también innovadoras. El pensamiento resiliente nos provoca, a pesar de los traumas, equivocaciones, frustraciones y sufrimiento, a ensayar el futuro para alcanzarlo, superar el presente para no repetir el pasado ido que debe ser nuestro referente.

Apuesto por la resiliencia, a no dejarnos destruir por las ambiciones, intereses de grupos y las traiciones de los avivatos señalados en nuestra historia, que hoy tienen otros nombres y apellidos, pero “como las serpientes cambian de ropa pero no de costumbres”.