A Miguel Angel Aza, cómplice-amigo, y amoroso hermano, cuya alma está llena de ternura y preguntas al correr por el Universo, para renacer sin miedo en cada instante que creemos nuestro.
Toda ciudad cristiana necesita apostar a la peregrinación, a que buenas gentes suyas presten de su Fe a la vida, dando de sus monedas para la ofrenda y expandiendo su sentimiento de convivencia pacífica. La liturgia, el réquiem, la misa, los devocionarios, los Libros de Horas, unen al unísono a los parroquianos con devoción hacia Dios.
La ciudad de Santo Domingo en los siglos áureos se alzaba ante los ojos de todos con sus nuevas formas de acumulación originaria, el emprendimiento de los foráneos visitantes de buscar ricos dominios, al igual que los aventureros y "buhoneros" de la mar, en medio de las fluctuaciones entre las espantosas empresas de la conquista y la necesidad de sobrevivir en la inclemencia del tiempo, las cuitas, tribulaciones y hostilidades de los extranjeros protestantes.
La cotidianidad de la ciudad, entonces, al igual que ahora en Navidad, mostraba lo bueno y lo malo de su entorno, la avidez de sus gentes por lo suntuoso y las ostentosas ceremonias de aquellos que podían exhibir el lujo ante la miseria material de los desdichados y sufrientes empobrecidos parroquianos de las afueras.
Nuestro Santo Domingo de antaño era una ciudad cercada por muros con iglesias diseminadas, casas de piedra y mampostería, donde se imponía una vida de "urbe" frente al mar y de frente a la riada… llena de puesta de sol, de talleres de maestres que interrumpían el silencio.
Desde el ayer podemos hacer una extensa crónica de la cotidiana vida de esta ciudad, de cómo se ventilaban los procesos de doble moral a través de documentos judiciales, que hoy se conocen -algunos, o quizás muy pocos- a través de la prensa.
Santo Domingo tiene en sus adentros un pueblo que no sabe ver su propio destino, es decir, los engaños y la rapacidad voraz de la administración gubernamental, los patrocinios desleales de la jerarquía política a los suyos, mientras el poder eclesiástico usa como mecanismo de opresión y terror el infierno, los diablos y las brujas, para inducir en los parroquianos un sentimiento de inseguridad espiritual general.
Santo Domingo siempre ha sido una ciudad de riñas, de solemnidades profanas, donde las mujeres vierten lágrimas cuando los suyos se van a otras lejanas tierras, donde los juegos de azar se enlazan con novelas triviales, y las ideas políticas tienen de rival a la canción popular, a las canciones de aventuras, a las sencillas formas de exteriorizar la épica… y su merced y los diestros cortesanos viven encerrados en los límites de la burocracia y el protocolo.
Es así, que desde entonces, en medio de esa concepción medieval cristiana del gobierno, el pueblo humilde, arrodillado ante la luz de la divinidad, se deja bañar por una imagen que no proviene de una vidriera del ábside de una iglesia, por la luz ultra terrena de una estrella, una estrella cuya etérea luz es la señal celestial que emerge desde la fachada de un santuario.
Ahora que estamos en la "Blanca Navidad" algunos apostamos a la peregrinación (yo soy una de esos), y quiero ir ahora en Navidad detrás de La Natividad como cuando era niña, para dejar a un lado la cotidianidad de esta ciudad espantosa y voraz, para ver la imagen de nuestra Virgen en esa litografía antigua que ha permanecido por años, colgada por mi madre, en la habitación principal de la casa.
La Virgen es la Reina de los cielos, Reina de la tierra y Emperatriz de todos los universos; su gracia, bondad, inmaculada belleza y majestad, así como el don de la inmutabilidad del espíritu, haría que en los primeros años del siglo XIII los templos de adoración, el conjunto arquitectónico de consagración de fe, se ordenara en torno a la feminidad: la techumbre, el flamígero altar, los pórticos, los frontispicios, las fachadas…todo adquirió una exuberante embriaguez de luz, movimiento, trance hipnótico con vidrieras cargadas de virtudes y múltiples coloridos.
Desde entonces las iglesias, las parroquias, los templos, los palacios se remozarían bajo el inspirado velo protector de la Virgen.
La cristiandad en occidente, en 1248, conocería una reliquia sagrada, en el reino de Luís IX, el manto azul que la Virgen llevaba cuando Jesús, el Niño Dios, nació en el pesebre, lugar que ha inspirado obras pictóricas en las cuales se aprecia la mayestática serenidad de María, la ternura y dulzura de su rostro, y el Niño, en una posada de rocas desnudas.
Para representar a nuestra Madre Altísima de los cielos la tradición de la escuela de Florencia se inspiró en las formas del naturalismo de la dignidad celestial y en los cánones clásicos de la belleza ideal.
Así encontramos una visión gótica de la Virgen, de la cual parte en La Natividad la concepción del Hijo dócilmente dormido, y la madre expresándole adoración y amor divino.
La Virgen María (que conozco bajo la advocación de nuestra Virgen de la Altagracia desde niña) está ataviada de un amplio manto salpicado de estrellas, cuyos pliegues ordenados en forma de ábside acogen con delicadeza su figura femenina. La cabeza de la Virgen se muestra bañada por una luz de magnificencia que nos permite contemplar la creación del artista "de materialibus ad inmaterialia".
La imagen de la Virgen, de delicada mirada escrutadora, nos deja en estado de perplejidad, correspondiendo al sentimiento cristiano de ternura y al refinamiento la posición de sus manos, no cruzadas, que representan un triángulo perfecto, que muestran la reverencia de ella hacia quien está investido de divinidad. Es evidente que la posición de sus ojos y la manera que tienen en su rostro, es el esbozo de los rasgos de la pintura que nos conduce sobre algo muy significativo que no es simplemente el aire de una reverente contemplación sino, además, la luz del triunfo en sus ojos. Recordemos que el mundo cristiano le dio mirada a los rostros.
Es este un detalle que sorprende, y afanosamente buscamos conocer al artista del óleo que ha hecho de esta composición, plenamente, un manifiesto, una evidente creación de entrega de amor filial con el nombre de La Natividad.
Observemos que la Virgen no cruza mirada con el Niño. Sus ojos fijan su mirada ligeramente hacia el Niño Divino; las cejas aparecen delineadas con pasmosa delicadeza de exactitud, dándole al rostro una expresión de frescura y dulzura placentera divina, de mejillas rosadas o nacaradas rosáceos.
El artista de la imagen actuó con absoluta libertad personal, dándole a los ojos de la Virgen de la Altagracia, una concepción muy femenina, porque María está adornada de un manto azul salpicado de estrellas para enseñorearla en reverente tributo a la gracia divina con un gesto de imperecedera emoción.
Las manos de María, pintadas con perfecta precisión del gesto y en recogimiento, fueran cuidadosamente estudiadas por el artista, para darle a la obra profundidad en el espacio. En el esbozo de la escena José aparece atento, en el fondo extremo izquierdo, sin embargo, no oculto, y si observamos con detenimiento ningún elemento está en escorzo, aún cuando la presencia de José aparece detrás, en el imaginario pórtico abovedado de menos de tres pies de profundidad, en un claro-oscuro y el panorama del fondo es una pared de bloques de piedras marmóreos. María en primer plano, y su figura como eje central de la pintura le da relevancia contextual a los demás elementos de La Natividad.
En los elementos de La Natividad, obra de trazos sobrios, de vitalidad contenida, las escenas no están en movimiento, sino en pasividad, a excepción de José que está iluminando el oscuro retablo con una vela. Esta imagen representa una advocación de María que se distingue de las otras innumerables "madonnas" que conocemos por sus colores, siendo la visión de los talleres del renacimiento florentino de María la que más nos agrada, ya que expresa ternura, majestad y serenidad, y la atmósfera omnipresente en la Tierra de la llegada del Hijo de Dios, donde se palpa la quietud, pero resplandece su infinita gloria.