En este verano de 2021 las imágenes apocalípticas provocadas por las lluvias no provienen del monzón en la India, de los ciclones que afectan tradicionalmente al Caribe y los Estados Unidos, o de los tifones del Pacífico.

 

Las aterradoras tomas fílmicas que desfilan sobre nuestras pantallas provienen de Alemania, Bélgica, los Países Bajos y del tranquilo Luxemburgo. Por originarse en Europa estas imágenes resultan doblemente chocantes y con una fuerte carga simbólica. Por lo visto, ya nadie está a salvo de los efectos negativos del cambio climático.

 

Mientras una gran parte de la población europea, cansada y desesperada por el confinamiento, los vaivenes de la pandemia y las vacunaciones, llena las playas y los lugares de veraneo para disfrutar de  las sacrosantas vacaciones otra parte, totalmente desprevenida y disfrutando también del verano, llora sus muertos y su idílico y “asegurado” entorno.

 

A la presión generada por el coronavirus se añade ahora un miedo difuso al ver que la realidad sobrepasa la ficción de cualquier película de terror sobre desastres naturales.

 

Estos miedos se agregan a los miedos acumulados en el último año y medio. La vida del planeta y, sobre todo, nuestras vidas, están cambiando ante nuestros ojos a toda velocidad y de una manera incontrovertible.

 

Si bien las grandes mayorías no se han percatado de la amplitud que reviste el fenómeno del calentamiento global pregonado por científicos y expertos desde hace décadas, los últimos sucesos nos advierten que, del más encumbrado al más pobre, ya nadie está a salvo en su rincón y en el confort de su casa.

 

La pandemia de Covid 19 generó en sus inicios expectativas de cambio de rumbo en los modos de vida; sin embargo, ahora el anhelo de la mayoría parece ser el de volver al punto de partida de antes de la invasión del mortífero virus, sin mucho más cuestionamiento. ¿Pero es acaso posible volver al punto anterior como si nada hubiera pasado en estos últimos meses?

 

Uno se puede preguntar si todos estos  acontecimientos no nos llevan a un punto de ruptura de connotaciones aún insospechadas. Los estragos de la Covid 19 han dejado huellas no solamente en la salud sino también en nuestras formas de vivir, de divertirnos y de organización social.

 

La pandemia conlleva restricciones que no imaginábamos hace solamente dos años. Aparecen nuevas divisiones y conflictos. Hay países donde la vacunación ha alcanzado notables avances, mientras hay otros que no tienen vacunas en cantidad suficiente.

 

El establecimiento de reglas en algunos países crea, de hecho, categorías de ciudadanos de primera y segunda categoría, con el aplauso de unos y el reproche de otros.

 

La temperatura promedio del planeta ha aumentado en más de un grado centígrado en el último siglo y medio. Prácticamente la totalidad de países ha convenido, mediante el Acuerdo de París, tratar de evitar que la temperatura suba hasta dos grados de aquí a 2050 y que, de ser posible, este incremento no alcance 1,5 grados.

 

Para ello se hace necesario limitar la emisión de gases de efecto invernadero a fin de mitigar el calentamiento global y el subsecuente cambio climático.

 

También es imperioso realizar un enorme esfuerzo de adaptación a los cambios que ya se han venido produciendo en la naturaleza como resultado de la acción humana.

 

Los seres humanos hemos alterado el metabolismo del planeta y se impone cambiar con urgencia  las actuales formas de producción y de organización social. Solo una producción sostenible, ordenada en armonía con la naturaleza, nos permitirá revertir las peligrosas tendencias actuales: querámoslo o no, debe surgir un nuevo mundo más consciente y solidario.

 

Estos son los acuciantes mensajes que nos está enviando la naturaleza ahora enfurecida. Escuchémoslos antes de que sea demasiado tarde.