Hoy comienzo una serie de artículos dedicada a analizar que quiso decir Nietzsche al plantear su polémica expresión relativa a La muerte de Dios. Ha habido históricamente muchos mal entendidos respecto a esa afirmación y en estos trabajos voy a intentar plantear sucintamente las diversas consecuencias que esta frase implicaría en Nietzsche.
Empero, ante todo, estimo que debo plantear un preámbulo que toca a consideraciones personales.
Hay algo que siempre comento con mis amigos y es que hay un hecho reconocido por casi todos nosotros. En el país se lee poco, poquísimo, y como consecuencia de ello las narraciones que se derivan de lecturas y documentación por vía del estudio son escasas, y las más de las veces prenden en un limitadísimo número de personas, en una élite que no siempre coincide con criterios socioeconómicos.
De semejante, reducido, número de lectores, los que dedican parte de su tiempo a leer ensayos de pensamiento o libros de filosofía constituyen un número pequeñísimo de interesados.
Esa es la causa de que ideas corrientes, que circularon en el siglo XX, tengan las más de las veces para el publico masivo un carácter de novedad absoluta, y que se les presenten con apariencias indescifrables, fragmentarias o supuestamente incompletas.
Señalo esto en razón de que muchas veces gente de diversa extracción social se me acerca preguntándome con relación a temas que si bien no son de pura actualidad vienen descubiertos de manera sorpresiva por parte de ellos, y quizás por la carga de actualidad o por el peso que comporta el problema que plantean para sus vidas, ponen a esas personas vueltas de cabeza, y producen por su carga crítica, una gran curiosidad, considerable sorpresa y una necesidad impelente de buscar alguna respuesta a tal inquietudes vitales específicas.
Uno de estos temas lo constituye la famosa y nunca bien comprendida expresión de Nietzsche –por muchos considerada sumamente escandalosa e irreal–, sobre la muerte de Dios.
La frase generalmente se toma manera literal, pues no se tiene claro sobre que horizonte o contexto significativo proceder a considerarla para desentrañar su significado.
Así algunos dicen en son de burla, que a pesar de lo que supuestamente dijo Nietzsche, quien en realidad murió, no fue Dios, sino el filósofo que formuló tan bizarra expresión.
Por la causa que señalaba al inicio, es decir, por la falta de continuadas lecturas y por la consecuente ausencia de formación metodológica para leer y analizar textos filosóficos, esto es, a falta de un difundido saber hermenéutico, que sería la ciencia que nos debería de guiar en el proceso de interpretación de un texto abstruso, en este caso, de un texto filosófico, permanecemos en la orilla de la expresión o del texto, pues no sabemos como proceder a recomponer sus partes para establecer un procedimiento para extraer de manera organizada su sentido y situar en un contexto histórico determinado –al definir sus antecedentes y consecuentes–, para dar una explicación de su sentido y determinar que aspiraría a significar su autor y cuál sería la carga retórica oculta que sería necesaria descubrir, para apresar el preciado núcleo que guarda en su interior el trozo en cuestión.
Otra consecuencia de la poca asiduidad a la lectura de obras filosófica o artículos de divulgación en un público no especializado en las artes del pensamiento es que por ello mismo lo dicho o escrito en un determinado tiempo, se borra de la memoria colectiva y entonces, se constituye como ingrata tarea para el ensayista tener que sostenerse en continua repetición de lo ya dicho.
En la mitología griega tenemos la historia de Sísifo, hijo de dios y de mortal, que en una de sus travesuras reveló a algunos humanos, secretos propios de los dioses, y Zeus llamado a castigar tan vituperable falta, ordenó a los magistrados encargados de ponderar la imposición de un castigo que reparara la falta cometida les sugirió condenarlo a realizar un trabajo singular y vano: tener que dedicarse subir hasta la cima de una colina una roca inmensa, la cual debía, al llevar al tope, dejar caer por la otra ladera.
Pero todo se dispuso para que la gigantesca roca nunca consiguiera conducirla hasta la meta. Tan pronto como Sísifo estaba a punto de llegar a la cima, el peso del peñón le obligaba a retroceder y la piedra rodaba, de nuevo, hacía el fondo de donde procedía, una y otra vez. La condena consistía en que después de cada intento, el peñón vuelve a caer y el agotado condenado tiene que reiniciar la tarea en el mismo punto de partida.
Esta historia está a representar algún tipo de actividad que se torna interminable, ya que de nuevo, en cada ocasión, tiene que recomenzar con el intento de cumplir la faena. Por semejante situación tiene que pasar el filósofo en tierra de herejes.
Cierro aquí mi comentario y paso enseguida a tratar el tema que nos ocupa.
Lo primero que habría que decir es que Nietzsche no fue el creador de la expresión. En el mundo antiguo lo que definía y diferenciaba a los dioses de los humanos era que los primeros eran inmortales, mientras los segundos somos mortales.
Sin embargo, la historia antigua y una difundida tradición nos relata de la contradicción de un dios que llego a morir. Se trata del dios Pan, una divinidad, inicialmente agreste, ligada a la tierra de Corintio. Este es el único dios de la Antigüedad, cuya vida contradice la esencia atribuida a los dioses, su inmortalidad.
En la época helenística, coincidiendo con la máxima difusión del culto a Pan, se produjo la curiosa transmutación de este humilde dios rústico en señor del universo y la materia.
El filósofo neoplatónico Porfirio, en la época señalada, dice que el nombre de Pan se comenzó a traducir como sinónimo del Todo, por tal razón lo concebían como símbolo del universo, considerando sus cuernos como emblemas del sol y la luna; y la piel velluda, representación de las estrellas o de la vegetación. También se habla de la equiparación de Pan con Júpiter –el Zeus de los griegos–, y otro filósofo de la época, Macrobio lo llama el señor de la materia universal.
Jean Chevalier, en su Diccionario de Símbolos, señala que el dios Pan: despojado de su sensualidad primaria irreprimible pasó a personificar el gran todo, ya que su nombre designa la totalidad de la naturaleza.
Empero, el gran divulgador de la muerte del dios Pan fue el sacerdote de los misterios de Eleusis, Plutarco de Queronea.
Plutarco vivió en el primer siglo de nuestra era; estudió en Atenas en la Academia platónica; viajó por todo el Imperio romano y fue sacerdote, durante veinticinco años, en el santuario de Delfos. En su tiempo se le consideró como hombre de gran ingenio.
Narra Plutarco en un libro titulado, La obsolescencia de los oráculos [Moralia, Libro 5:17], que un día se escucharon en el mar unos gritos misteriosos que proclamaban la muerte del gran dios Pan.
Fue durante el reinado de Tiberio (14-37 d. C.) que se difundió la noticia de la muerte del dios Pan, en el Mediterráneo.
A un marinero de nombre Thamus, que se dirigía a Italia por la isla de Paxi, situada en la costa occidental de Tracia lo asaltó una voz divina con gran estruendo: Thamus, ¿estás ahí? Cuando llegues a Palodes, procura proclamar que el gran dios Pan está muerto. Eso hizo el marinero al llegar a su destino, y la noticia fue recibida desde la orilla con gemidos y lamentos. Esto se dice acaeció, en coincidencia con el nacimiento de Cristo.
Los primeros cristianos consideraron que la muerte simbólica del dios Pan sepultó con espanto a los dioses paganos ante el advenimiento triunfal de una nueva era, basada en el culto solar de Cristo resucitado.
La expresión: la muerte del gran dios Pan pasó a significar en sentido general, el hundimiento de la cultura y de los valores paganos. Esta leyenda era conocida por Nietzsche como filólogo que era, y profundo conocedor de la cultura griega.
La leyenda vuelve a cobrar vida en la época de Nietzsche, preparando así el terreno para su interpretación, que elabora como una inversión de la leyenda, interpretada ahora como signo de la desaparición del mundo de los valores cristianos.