Poco tiempo después de su inauguración, al moderno puente atirantado del Rio Higuamo de San Pedro de Macorís, le habían robado 9 postes de metal del tendido eléctrico y casi la totalidad de sus equipos de iluminación.
Comprensiblemente indignado un ciudadano que transitaba por el costoso puente, 1,338 millones de pesos, frente a los demás pasajeros, reclamó del gobierno la movilización de sus barcos, tanques de guerra y aviones de combate, de ser necesario, para dar con los desaprensivos y recuperar los objetos sustraídos.
Pero, de repente, su discurso fue apagado por otro que, con pasmosa serenidad y conformismo, le preguntó ¿cuáles tú considera que deben ser atrapados con más premura, los constructores corruptos o aquellos que se roban algunas partes de un puente después de haber sido construido? Los protagonistas del infame robo del puente nunca fueron perseguidos.
Todo había empezado con el robo de los cables del tendido eléctrico y los teléfonos en las avenidas y los puentes, incluido, por supuesto, el emblemático Puente Duarte, que convirtió al país, sorprendente, sin tener minas de ese metal, en un exportador de cobre. La solución irresponsable de las autoridades fue la de desenterrar los cables y subirlos a los postes del tendido eléctrico.
Como producto de que la ciudad está a merced de los nuevos saqueadores urbanos, luego vinieron los robos, impunes, en los monumentos a los héroes.
Ni siquiera los cementerios han escapado de estos incontrolables enemigos de la ciudad. Es tan grave la situación que al sepultar a alguien, para evitar su sustracción, los familiares, dolorosamente, rompen el ataúd. Ni la policía ni el ayuntamiento han hecho nada para impedir esta práctica.
Sin embargo, ninguno de los robos urbanos es tan dañino como el de las tapas de los filtrantes. El deterioro de los automóviles, los accidentes y los daños que sufren los ciudadanos al caer en ellos, son un reflejo de la decadencia de la desprotegida ciudad. Se puede recorrer toda el Distrito Nacional y la provincia de Santo Domingo sin que se encuentre una sola tapa de metal.
Cuando una sociedad excluye, sin piedad, a los grupos más vulnerables, como ocurre con la nuestra, termina afectada por un cáncer social que los sociólogos Emile Durkheim y Robert Merton, bautizaron con el nombre de anomia, la cual se caracteriza por la degradación de las normas, que dejan de ser respetadas por los individuos, así como por la disociación de los objetivos de la cultura y la imposibilidad que tienen ciertos individuos de acceder a los medios que sirven para obtener los fines establecidos socialmente.
Siguiendo los pasos del sociólogo francés, Emile Durkheim, forjador del referido concepto, el constitucionalista y filosofo argentino, Carlos Santiago Nino, identificó una serie de conductas que configuran la anomia, tales como: a) la forma en que se transita por los espacios públicos; b) la forma en que son cuidados; c) la naturalidad con que se evaden las responsabilidades cívicas, d) la forma en que se contamina el ambiente, y e) la extensión de la corrupción.
Todos los elementos propios de la anomia se encuentran presentes en nuestra sociedad, la cual ha perdido el sosiego y, en consecuencia, ha quedado condenada a sufrir la insoportable ansiedad que produce la desigualdad.