Aquí hay mentes ingrávidas pensando que las demás razonan con la misma levedad. Creen que la pobreza, la desigualdad y la corrupción pervivirán como males sociales menores y que, a pesar de ellas, el país está mejor que nunca. Cuando se les inquiere sobre temas sensibles les basta abrir una caja de herramientas estadísticas para extraer cifras comparadas y demostrarnos que no estamos tan mal, que hay otras sociedades en peor situación. Con eso pretenden sosegar los reclamos por viejas desatenciones y construir un relato optimista del futuro. Esas mentes defienden el progreso y el bienestar como si el país fuera una extensión insular de Suecia. Para ellas, los que cuestionan los vicios del sistema son profetas del fatalismo con perturbadoras agendas políticas.

Recuerdo la década de los noventa cuando en América Latina se esparció viralmente el neoliberalismo como doctrina oficial de la región. Se impuso gracias a una inteligente estrategia de penetración ideológica a través de fundaciones privadas sostenidas por gremios empresariales y agencias extranjeras para apalancar reformas políticas, institucionales y económicas según las coordenadas de los grandes centros financieros mundiales. Cuando llegaban gobiernos de su timbre, sus tecnócratas pasaban al servicio público. Fue el tiempo en que los ministerios de economía se convirtieron en pequeños gobiernos con grandes poderes. Estos genios, pontífices del libre mercado, participaban en el diseño y ejecución de las políticas macroeconómicas. Sus juicios eran concluyentes y nadie los podía ripostar. El neoliberalismo colapsó como ideología y algunos de sus burócratas quedaron sin empleo, de manera que regresaron a la vida privada a gerenciar o asesorar empresas privatizadas fruto de las políticas públicas alentadas o diseñadas desde sus despachos. Otros se convirtieron en lobistas de negocios con el Estado. Otros cayeron en tal descrédito que optaron por asesorar fuera de récord a gobiernos a través de jugosas contrataciones.  En la República Dominicana el modelo fue un calco de ese cuadro. Aquí recordamos nombres y apellidos que todavía gravitan en los gobiernos, aunque con menor influencia.

Cuando la política perdió razón ideológica y se entronó como lógica de dominación, entonces los tecnócratas no fueron necesarios. Sus cátedras academicistas no ganaban impacto en los estamentos bajos. Entonces los gobiernos explotaron estrategias más directas y eficaces de dominación basadas en un pragmatismo político “del poder por el poder”. Así, decidieron “comprar” tres estamentos sociales de decisión política: la clase baja, las elites empresariales y la prensa. La primera, a través de la masificación política de las ayudas sociales; la segunda, mediante la consolidación de sus privilegios en el mercado; la tercera, como instrumento de control disuasivo y propagandístico.  Aniquilada la disensión en esos campos, la aprobación positiva de los gobiernos se daba por descontada, independientemente de su real desempeño. Bajo esas premisas nacieron las dictaduras “no convencionales” o las democracias distópicas, esas que hoy tenemos en la República Dominicana y otros países de la región y que se legitiman en las apariencias formales, pero concentran y ejercen el poder político de manera absolutista. Paradójicamente son “dictaduras democráticas” porque se empapelan de una institucionalidad de celofán para cubrir sus oscuros desmanes. Así, sus líderes se reeligen mediante reformas constitucionales formalmente impecables, pero comprando voluntades de congresistas; organizan referendos con el apoyo decisorio de las masas subsidiadas; eligen a sus jueces siguiendo los procedimientos constitucionales, pero con decisiones atadas. Al amparo de este enajenante control han construido una clase política económicamente fuerte, autónoma y competitiva a través de la corrupción y los negocios del poder.  El PLD es una hechura arquetípica de ese statu quo. Ni más ni menos.

Pero donde la manipulación tocó extremos obscenos es en la prensa y la comunicación. Ningún gobierno ha gastado tanto como este para convencernos de que andamos bien. La propaganda oficial cuesta más de diez millones de pesos diarios, sin considerar los pagos que bajo otras partidas se asignan a medios y comunicadores de todas las tallas para mantener anestesiado el ambiente político. Eso es perverso.

Tenemos medios anulados con contenidos vagos controlados o influidos por el gobierno. La censura ha asumido todas las tonalidades. El gobierno paga hasta por el silencio.   La idea se resume en “si no vas a alabar, calla”. Parece insólito, pero la industria propagandística del Estado ha contaminado hasta parte de la ¡prensa deportiva y social! La idea es no dejar brecha para ventilar opinión disidente. En las viejas dictaduras militares o de control represivo los periodistas eran torturados o asesinados. Ahora el cuadro es más cruel porque les matan la libertad y les dejan la vida para sentirlo. Pero la realidad es más sincera que la verdad y no admite retorcimientos: cinco, de cada diez dominicanos, quieren salir del país a cualquier precio, de modo que pese a toda la propaganda ¡Andamos muy bien!